Una tertulia inesperada
Una procesión de nubes poblaba el cielo, pintado con el declinar de los colores que desequilibran el día y se rinden ante la noche. Era sábado. Iba con mi familia para La Ceja. En la carretera nos llamó la atención un letrero que decía Cantarrana.
Esa palabra está grabada en nuestra memoria, cada una de sus nueve letras carga tantas historias que se necesitaría una máquina de memoria para recordarlas todas. Cantarrana, así se llamaba uno de los mejores restaurantes del oriente antioqueño. Allí había hipódromo, caballerizas y árboles que con solo mirarlos daban ganas de volverse botánico. Era un lugar romántico de día y fantasmagórico de noche, poblado con mesas de madera y botellas de vino decoradas con la parafina de las velas, que con su centelleo proyectaban largas sombras en las paredes, como apariciones de otro mundo.
De ese sitio solo quedó el nombre. El nuevo Cantarrana es un mall comercial rodeado de cemento. Lo conocimos todo, como esperando encontrar algún vestigio del pasado. Entramos a un bar. Mi papá pidió una cerveza alemana, rubia como el trigo. Mi hermano, una irlandesa con ligeros acentos de whisky. Yo, una checa cuyo amargor burbujeante todavía recuerdo, como también recuerdo la corona de espuma que se formaba en el vaso de cristal en el que estaba servida. Mi mamá, quien ese día ejercía la función de conductora elegida, dijo: “No, gracias”.
Necesitábamos restaurar el estómago. El almuerzo estaba lejos y el cuerpo se expresaba con retorcijones, el gorjeo de la digestión. Como en el bar no vendían comida, fuimos en busca de un restaurante. A punto estábamos de marcharnos de Cantarrana cuando la casualidad quiso que nuestros ojos encontraran rostros conocidos: el de Iván Agudelo, su hermana Gloria y Ximena Malaver, su esposa, y mi odontóloga de cabecera durante la infancia. Ella rinde honor a su profesión con una dentadura impecable, que centellea cada vez que sonríe.
Después de los abrazos y las sonrisas compartidas, nos invitaron a su mesa. Bebían vino portugués y comían pizza. Los acompañaba Rocco, un golden retriever de cabellos cobrizos y mirada inocente que apelaba a la generosidad de los comensales para que le regalasen un pedazo de pizza.
Iván es médico cirujano, subespecialista en gastroenterología. Las endoscopias son lo suyo. Tiene la piel tersa y sus ojos, muy abiertos y brillantes, miraban con profundidad, como si distinguiesen cosas escondidas para los demás. Como es natural durante una conversación entre galenos, empezó a contarnos anécdotas de sus procedimientos quirúrgicos. En uno de ellos, dijo, una mujer bajo los efectos sedantes de la ketamina empezó a cantar el himno de Estados Unidos. Lo hizo con tal belleza que el rostro de Dios hubiera derramado una lágrima. “La ketamina es la droga de la verdad”, afirmó Iván. Estallamos en carcajadas.
La pizza y el vino se acabaron. Iván, Ximena y Gloria nos invitaron a continuar la conversación en su finca, ubicada en una parcelación llamada El Yarumo, haciéndole honor a los árboles que allí abundan.
El cielo se deshacía en agua. Las gotas, que más parecían alfileres líquidos, golpeaban con fuerza las ventanas de la casa, produciendo un sonido parecido al redoble de tambores. Sentía en el rostro el aliento glacial del viento.
En la sala comedor se imponía ante la vista un enorme gobelino, importado desde Europa. Su hermosura era tal que podía cerrar mis ojos y seguir viéndolo. Le ayudé a Iván a prender la chimenea. Él sacó un proyector, después un parlante y nos pusimos a ver videos musicales de los ochenta. Al sonido de las marimbas de Africa le seguían las guitarras de doce cuerdas de Hotel California, la voz gruesa y viril de Rick Astley, el coro gospel de I Want to Know What Love Is… Entre video y video compartíamos palabras y risas y lunas. Alargábamos las conversaciones, como queriendo alargar la noche.
Iván aprovechaba las pausas musicales para hacer paréntesis tecnológicos. Es un hombre de 60 años y, en honor a la verdad, muy actualizado con su tiempo. Tiene unas gafas de realidad virtual que cuida con un cariño casi humano. Con la alegría de un niño nos explicó su funcionamiento y trató de convencer a mi papá de que comprara unas. A pesar de sus esfuerzos retóricos, no lo logró.
Compartí con Iván aficiones musicales y literarias. Me recomendó leer a Santiago Posteguillo y apenas le mencioné a Umberto Eco, me sugirió uno de sus textos: Confesiones de un joven novelista.
Iván, Ximena y Gloria estaban tan contentos con la inesperada tertulia que nos imploraron pasar la noche en la finca. La despedida y los abrazos amenazaron con durar más que la visita.
Con los amigos, el tiempo y la muerte no existen.
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