Una noche con Los Primatez
Por Federico Hoyos Gutiérrez
Los ánimos estaban por las nubes. La Selección colombiana de fútbol había derrotado a Brasil por primera vez en una eliminatoria. El aire, que minutos antes se había llenado con el griterío de los goles, ahora se llenaba con los contratiempos del reggae.
El bajo resonaba con una fuerza dispuesta a sacudir la tierra. Las cuerdas de la guitarra, impulsadas por dedos milagrosos, tejían una red sonora que transportaba a los presentes a un rincón lejano del caribe. El sonido de la batería, parecido al palpitar de tambores ancestrales, añadía una capa de misticismo al ambiente.
Los asistentes parecíamos hojas danzantes al viento, dejándonos llevar por el ritmo. Nuestros cuerpos se mecían al compás, como si fueran extensiones de las olas del mar acariciando la playa. Poco a poco, la música iba imantando las 150 almas presentes, al punto de que todas nuestras diferencias desaparecieron por completo.
Las manos, levantadas, sostenían celulares grabando videos, tomando selfies y encendiendo el flash de las cámaras; el objetivo era el mismo: inmortalizar el concierto de Los Primatez, esa banda que fusiona el reggae con toques de pop, a veces de rock, salsa, jazz, e incluso de son cubano.
El público cantaba al unísono el coro de Cero Estrés:
Que no pare el tiempo,
no pare,
disfruta la vida que no espera.
Que no pare el tiempo,
que no pare.
Fluye en el presente.
Que no pare el tiempo,
no pare,
soñando despierto y con ojeras.
Que no pare el tiempo,
que no pare.
Siéntelo bien fuerte.
Estábamos en el Salón Masaya, ubicado en la calle 8 del barrio Astorga. Era un salón amplio y sobrio, con paredes pintadas de color pastel y un techo verde oscuro. El Salón Masaya era un instrumento, sí, una caja de resonancia que hacía eco de las musas.
Las luces del escenario pintaban con destellos azules a Pedro Pablo Zuluaga, el vocalista y guitarrista de la banda. Todo el mundo le dice ‘Papo’. Mis ojos estaban fijos en su Fender stratocaster, cuyas clavijas relucientes centelleaban con el juego de luces. Veía cómo paseaba sus manos por el diapasón de aquella guitarra, que no solo tocaba, sino que también hacía suspirar, lagrimear y susurrar. Con la destreza de sus dedos, sacaba notas que parecían nuevas.
Papo es un imán para las mujeres, parece haber nacido para la fiesta y el coqueteo. Cada vez que agarraba el micro con sus brazos tatuados, despertaba los gritos alocados de las chicas. Durante el show le lanzaba besos y dedicaba canciones a su novia, Angélica Almánzar, quien respondía con unos ojazos vivos y llenos de luz, de esos que te hacen quedar quieto y embrujado. En el rostro de ella se dibujaba una sonrisa, esa costumbre universal que tienen los seres humanos de reemplazar las palabras por los dientes.
—Esta canción es para los románticos— dijo Papo.
Nos emocionamos hasta los huesos con los versos de Cuando te vi, que iban brotando de los labios de Maria José Pérez, la voz femenina del grupo.
Cuando te vi,
yo sentí que no hace falta
mucho maś para vivir,
cuando en tus ojos me perdí.
Quiero empezar
nuestra historia,
mi fantasía es verte mía,
y yo de ti.
Majo seducía a los presentes con su voz sensual y aterciopelada. Es una adolescente de 16 años, pero apenas puso un pie en el escenario, se convirtió en una mujer. Lucía botas de charol y vestido negro. Tenía los dedos adornados de anillos y los rizos de su cabello castaño parecían serpientes que jugueteaban con el viento. Las musas reposaban en la punta de su boca, entregando el alma en cada melodía. Majo se aferraba al micro con ambas manos y, de vez en cuando, cerraba sus ojos para dejar que la música la traspasara, se metiera en su cuerpo y fluyera por sus venas junto con su sangre.
Sentado entre un arsenal de platillos y tambores, estaba Simón ‘El Bochi’ Henao. Sus manos eran martillos hábiles que se convertían en el aire vital del concierto. Su postura mezclaba una concentración feroz y gracia atlética. Cada golpe de baqueta era un destello de energía controlada, de una explosión rítmica que resonaba en el aire, semejante a los truenos en tormenta.
El Bochi dialogaba con los platillos, quienes respondían a sus comandos con brillos metálicos, mientras los tambores reverberaban con el eco de percusiones africanas. Su cerebro preguntaba y ordenaba, sus manos respondían y ejecutaban. Cada movimiento de sus músculos obedecía a un impulso, a un relámpago de su espíritu. El baterista no es sólo el que marca el tiempo, sino un escultor del espacio sonoro a través de golpes y redobles.
En el concierto también hubo cantos a los amores imposibles. Todos entonamos el coro de Ella:
Ella,
me pone en un estado mental
del que no quiero despertar.
Esa mujer,
a mí me hechizó
y la cordura ella me arrebató.
Imaginar
que toco su piel,
aunque en el fondo
es algo que no podré.
Pero la vida no es así,
nada es tan fácil,
no lo vi venir,
me fui enredando de gratis.
La vida no es así,
es trágica y es lo que hay…
En el rincón de las sombras emergió Santiago Osorio. No tenía ni un átomo de grasa. Calzaba unos tenis Vans con los que marcaba el compás. En su mirada danzaba la sabiduría de aquel que ha abrazado las sombras del pentagrama, donde la luz no es una constante, sino un destello inesperado que acaricia las cuerdas del alma. Sus ojos ligeramente rasgados y las facciones achinadas contaban historias sutiles, como líneas musicales trazadas en la partitura de su rostro. Sus dedos pulsaban las cuerdas del bajo con una precisión quirúrgica, sacando notas que se fundían con la batería.
En uno de los extremos del escenario estaba Nicolás Longas, jugando con el piano. Extraía de cada tecla un matiz. Unas veces, danzaba con las notas, y otras, arrancaba los acordes que se derramaban en cascadas melódicas, traduciendo la esencia del reggae en sonidos que resplandecían como gemas musicales.
Nico tenía gafas oscuras y se había desabotonado su camisa hawaiana para derretir a las féminas. Sus músculos comenzaban a esculpirse gracias al gimnasio. De vez en cuando abandonaba su instrumento para robarse el escenario con sus bailes de trompo. Se tomaba el humor en serio. Entre canción y canción tomaba el micro para contar chistes y anécdotas, y recordó cuando una vez se les fue la luz a Los Primatez en pleno concierto.
Con el rostro bañado en sudor, Longas hizo un comentario irónico:
—Yo les voy a hacer una pregunta… ¿de pronto no tienen calor?
—¡El hijueputa! —respondió Papo.
De repente, en medio de una canción, a Nico le dio por imitar con su voz el sonido del trombón. No éramos capaces de dar crédito a nuestros oídos. Lo hacía con una perfección que llegaba a los límites de lo ridículo, con un fraseo magistral acompañado de notas breves que surgían con una precisión desconcertante. Escuchando esas melodías improvisadas, nos divertimos hasta morir.
En el concierto también hubo espacio para los covers. Los asistentes vibramos con los clásicos de Maná: Oye mi amor, De pies a cabeza y Me vale; pero también con los de Juanes: La camisa negra, A Dios le pido y Me enamora.
Cuando Los Primatez terminaron de tocar Mi suerte, de Morat, Maria José y Simón se besaron ante el público. Fue un beso corto, pero tierno. Cuando sus labios se encontraron, ambos se dijeron, en un instante y sin palabras, todas las cosas hermosas que sentían.
Por todas partes estaba Maria Clara ‘La Tata’ Henao, publicista y comunicadora de la banda, eternizando con su teléfono cada minuto del evento. Su baja estatura le permitía desplazarse con sigilo, además de que portaba una chaqueta negra que se perdía en la oscuridad. Empática, sociable y dispuesta siempre a conversar, Maria Clara es quizá la mejor relacionista pública que en mi vida haya conocido.
A la derecha del escenario estaba Juan Sebastián Sierra, el ingeniero de sonido, ataviado con audífonos que parecían ser una extensión natural de sus oídos. Sumido en un océano de cables serpenteantes, monitores y luces que parpadeaban, sus manos danzaban sobre la consola de mezcla, a la que vigilaba todo el tiempo como si fuera un hombre celoso de su chica. Su presencia era discreta pero omnipresente, ejerciendo como guardián de una construcción invisible. Pocos lo sabían, pero Juan Sebastián era el hombre más poderoso de la noche, porque era quien decidía sobre la vida y la muerte de los sonidos.
O al menos eso creíamos. Pues, al parecer, uno de esos cables serpenteantes tuvo la travesura de desconectarse en pleno concierto, y el sonido murió. En un segundo, Juan Sebastián pasó de la tranquilidad al pánico. Su rostro se puso blanco como un pliego de papel. Simón y el público salvaron la patria coreando un ritmo de samba improvisado, mientras Juan encontraba y conectaba nuevamente aquel cable maldadoso. Por fortuna, el susto duró poco y los sonidos resucitaron. El Destino, que siempre juguetea con nosotros, quiso que Los Primatez alargaran un poco más la noche con sus canciones.
—Menos mal se quedaron cantando— bromeó Nico Longas.
En medio de ovaciones, sonrisas, pupilas chispeantes y mejillas sonrojadas, Papo, Majo, Nico, Simón y Santiago se fundieron en un abrazo que puso fin al concierto. El toque fue también un homenaje a Samuel Zuluaga, miembro de la banda que no pudo estar presente en el evento porque está estudiando en Boston, becado por el Berklee College of Music.
Aquella noche del 16 de noviembre de 2023 no solo escuché a Los Primatez, sino también al futuro del reggae colombiano.
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