Venus en el cielo, boleros en la tierra
Ayer en la tarde, Raúl Ospina llamó a mi padre para que se tomaran unos tragos en la piscina del Hotel Intercontinental. El ron les iba levantando el espíritu mientras se contaban historias y los colores del cielo iban declinando para que la noche entrara en escena.
Cuando el firmamento había oscurecido, Raúl señaló un punto brillante y, con la alegría de un niño, exclamó: ¡Mirá, ahí está Venus!
Y soltó una confidencia: una noche, mientras piloteaba un Boeing 737 en un vuelo desde Panamá hacia Medellín, Raúl tuvo la osadía de desobedecer a la torre de control y viró hacia el norte para mostrarle a sus pasajeros el planeta Venus, con la misma emoción con la que acababa de mostrárselo a mi padre. Imagino los ojos de aquellos pasajeros pegados a las ventanas y el ceño fruncido de algunos rostros incrédulos pensando que el capitán tal vez les estuviera gastando una broma.
A la tertulia de Raúl y mi padre se unieron sus respectivas esposas, Beatriz y María Elena (mi madre), y después llegaron Ana Cecilia Franco y Ricardo González.
Raúl era el capitán de la reunión, gracias a su voz de locutor y facilidad para la palabra. Hombre robusto, con una piel rojiza que bien podría hacerlo pasar por gringo o irlandés, cabeza redonda como el marco de las gafas que llevaba puestas y unos ojos cuyo brillo traslucía alegría.
Las historias se iban alargando y, cuando el salvavidas se acercó a pedir el favor de desalojar la piscina, nuestro piloto nos invitó a su casa para continuar la tertulia.
Era un apartamento con paredes revestidas de ladrillo crudo y un piso de madera cuyas vetas semejaban a los meandros de un río. Por la ventana entraba el olor de la noche y podía escucharse el cantar de los grillos. Frente al comedor había un órgano de 40 años que Raúl cuida con un cariño casi humano. El anfitrión tocó varias piezas, entre ellas un bolero llamado Noches de Cartagena. Veía cómo sus manos se deslizaban por el teclado con la misma facilidad con la que salían historias de su boca. Y así, las notas hacían lo mismo que las palabras: una conducía a otra.
Los contertulios pasaban de la teoría de la relatividad a la inclinación de la Tierra, a los amoríos pasados, a los amigos que desaparecen como piedras que se hunden en el fondo del mar y al inventario de discotecas donde azotaban baldosa durante los años ochenta, cuando explotaban bombas casi a diario y la ciudad abundaba de sicarios sembrando balas en cuerpos ajenos a cualquier precio. Y recordando estas cosas, volvían a sentirse muchachos.
Detrás de aquel capitán con más de 25 años de experiencia en el aire, había un melómano que admiraba a Roberto Carlos hasta la veneración, que había atravesado todo París en busca de la casa de Richard Clayderman. Como evidencia de aquello, nos mostró unas partituras autografiadas por el pianista francés. Esos papeles tenían para él un valor diamantino.
La tertulia se amenizaba con las canciones que Raúl ponía en su home theater. Por momentos, parecía el presentador de un programa radial, narrando con todo detalle el origen de cada pieza musical. Y apenas la canción empezaba, cerraba los ojos por un instante, para permitirse sentir cómo las melodías prestaban sonidos a la belleza.
De vez en cuando Raúl volvía a mirar el cielo, como si estuviera diciéndole con los ojos: “Tú eres el único camino”. Esa imagen de un ser finito mirando hacia el infinito es un cuadro que podría pintarse.
Federico Hoyos Gutiérrez
Septiembre 14 de 2024
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