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El café café


Federico Hoyos Gutiérrez y Maria José Ánjel Cantero





“Nadie duda que el honor no se deba en parte a la feliz revolución del tiempo, al gran hecho que creó nuevas costumbres y modificó incluso los temperamentos: el advenimiento del café”.

Jules Michelet



El sol centellea, hace un calor como aquel que le derritió los sesos a Don Quijote. Velos de nubes pintan el cielo. Los cerros se miran unos a otros en la lejanía. La camioneta de José Fernando Montoya Ortega serpentea por una carretera destapada y levanta polvaredas a su paso mientras sube por el lomo de la montaña con destino a su finca. No hay barandas, el campero anda al borde del precipicio. En algunos tramos del camino los árboles forman túneles fantasmagóricos.


Al mirar hacia abajo se ven los meandros de la quebrada Sinifaná. El horizonte se desequilibra con la cima puntiaguda del cerro Tusa, aquella que inspiró el logo de la Federación Nacional de Cafeteros; también con el Cerro Plateado, tutelar de Salgar; el Cerro Bravo, de Fredonia y la Piedra Pelona, de Amagá, municipio donde queda la finca de José Fernando: se llama La Dorada.


La finca está a 1830 metros sobre el nivel del mar, en la vereda Pueblito de San José. Una casa artesanal, hecha con pilares de guadua y techo de caña brava, en medio de un lote de catorce hectáreas, seis de ellas pobladas por un bosque protegido, abundante de guayacanes, piñones, cerezos, guaduales, nogales, ciruelos, y un sembrado de platanales. José parquea su camioneta y apaga el motor. Se escucha el canto de los pájaros, el relincho de los caballos, el graznido de los gansos y el cacareo de las gallinas.


Los vientos silbantes se cruzan y generan cambios de temperatura. Unos vienen del Cauca; otros, de la cuenca de la quebrada Sinifaná y del Alto de Minas. Aquí son veraniegos los días y otoñales las noches.


El clima nunca ha sido de fiar. Cada vez son más frecuentes las procesiones de nubes que dejan su impronta con lluvias y rocíos en los cafetos: los protagonistas de la finca. Están esparcidos alrededor, en la ladera de la montaña. Son tantos que contarlos resulta imposible, ubicados a diferentes alturas; unos a 1800 metros, y los de más abajo, a 1500.


Caminante se hace camino al andar


Después de desayunar chocolate, huevos revueltos y arepa, José Fernando inicia el recorrido por los senderos laberínticos entre cafetales. Lleva puesto un sombrero y camina con bastón de alpinista mientras explica los secretos del café. Lo acompañan dos perros: Vida y Alegría. Los caninos olfatean el suelo como si estuvieran leyendo un pergamino.


Los cafetales están en una pendiente inclinada, semejante a una pared. El sendero es del ancho de los pies y las piedras traviesas obligan a caminar con lentitud. En las orillas de la senda se siembra vetiver, una planta con raíces profundas que amarran la tierra y evitan la erosión de la misma, además de liberar un olor agradable que coloniza el lugar. Las gotas de sudor comienzan a perlar el rostro y los mosquitos aparecen.


Caminante se hace camino al andar, canturrea José. Tiene ojos color miel, pelo blanco y manos arrugadas como la corteza de un árbol. Su cuerpo habla con gestos acompasados para no incomodar al viento. Es sociólogo de profesión y caficultor por afición. Ejerció la docencia por más de cuarenta años y ocupó durante dos periodos la vicerrectoría académica de la Universidad Pontificia Bolivariana: de 1984 a 1992 y nuevamente entre 2005 y 2010. Se jubiló hace siete años y ahora se dedica completamente a la caficultura, obsesión que comparte con su esposa Blanca Ochoa, de quien sobresalen unas cuantas canas perdidas entre sus castaños cabellos.


El café comienza su andadura con el mimo del germinador. Lo primero es el chapoleo, el sembrado de las semillas de café en bolsas con tierra abonada. Por tratarse de una planta muy delicada, hay que cultivar la chapola —nombre que recibe el cafeto cuando tiene pocos meses de crecimiento— cuando no sea época de sequía intensa. Las chapolas son dispuestas durante cuatro meses en una almaciguera, espacio pequeño donde las semillas adquieren las condiciones óptimas para su crecimiento, hasta alcanzar el tamaño apropiado para ser trasladadas al lugar definitivo donde se desea plantar el café.


“Sólo las que tengan la raíz derechita y que no vayan a tener quebrados ni nada se pasan al germinador. Y el germinador con un palo y un ahoyador las va sembrando, les pone tierra y sombra”, cuenta Luis Gonzalo Mejía, ingeniero civil y caficultor aficionado.



Finca La Dorada, ubicada en el municipio antioqueño de Amagá.

“La tierra da comida y paciencia”


Juan Carlos Rojas Gómez es uno de los veinte recolectores de La Dorada. Sobre la espalda carga el sol y en la cintura un canasto. Su rostro está bronceado como una nuez. Viste de gorra, camisa de rayas, bluyines y botas de caucho. Mira con una sonrisa que hace centellear fugazmente el blanco de sus ojos. Trabaja de seis de la mañana a cuatro de la tarde. Bebe un café antes de empezar la jornada. Al despuntar el día toma la taza, como si tomara una parte del alba.


Sus ojos y sus manos solo piensan en esos surcos donde ostentan los cafetos en coro, con sus flores blancas olor a jazmín y hojas verde oscuras, tan brillantes como si las aceitaran de noche. Cafetos o cafetales: esos árboles donde nacen frutos verdes que trabajan en silencio, absorbiendo la humedad y los olores del campo. Tardan alrededor de ocho meses en madurar, se vuelven rojos y adquieren el tamaño de una cereza.


Dentro de esos frutos se contienen los granos diminutos del café crudo, la materia prima para elaborar esa bebida negra que cuenta con más de novecientas sustancias químicas, entre ellas la cafeína: aquella que despierta la mente, restaura el espíritu e incita a la conversación.


No todos los granos maduran al mismo tiempo. Hay que recogerlos manualmente, uno a uno, sin lastimar las ramas. Juan desviste los cafetales con la rapidez de un relámpago. Desgrana el árbol como tocando un arpa. Cada una de las falanges de sus manos parece tener un cerebro propio para identificar las pepas maduras y dejar las verdes tranquilas, hasta que llegue el momento de su recolección. “La tierra da comida y paciencia”, asevera este caficultor de 39 años, de los cuales ha dedicado más de la mitad al campo.



Juan Carlos Rojas, caficultor de la finca La Dorada.

¿Quién es un caficultor?


Según la Federación Nacional de Cafeteros, es aquel que posee un área de tierra igual o superior a media hectárea y que, además, tiene como mínimo 1.500 árboles de café sembrados en ese terreno.


Las personas que cumplen con estas dos condiciones reciben una cédula cafetera, es decir, un documento de identificación gremial y de transacciones bancarias. Cuando la persona no cumple con esas condiciones, tiene derecho a una tarjeta cafetera que también le permite acceder en igualdad de condiciones a todos los servicios de la Federación. La única diferencia es la restricción de no poder elegir ni ser elegida en los cargos representativos de los diferentes comités municipales, departamentales y nacionales asociados a la FNC.


No todos son iguales


El antropólogo Pompeyo José Parada Sanabria, en una de sus investigaciones para la Revista Colombiana de Sociología, establece cinco perfiles de caficultores colombianos. Existen, por ejemplo, los pequeños propietarios, en quienes “predomina una estructura de la propiedad compuesta esencialmente por el minifundio y son altamente dependientes del trabajo manual y familiar”. Este grupo concentra el 95% del total de caficultores del país.


También se encuentran los jornaleros, quienes no son necesariamente caficultores, sino que en épocas de cosecha “venden su fuerza de trabajo a vecinos o fincas cafeteras de mayor tamaño para solventar, subsanar y asegurar gastos familiares”.


Otro perfil son los recolectores urbanos, quienes habitan en las cabeceras municipales y centros poblados. “Su trabajo es complementario a las actividades y aspiraciones del habitante urbano”. Estas personas asumen la recolección de café como una alternativa para huir al fantasma del desempleo citadino.


Existen los llamados “caucanos”, procedentes de los departamentos del sur del país. “Su traslado a las zonas cafeteras centrales está dado en función de una estrategia de ahorro que les permita invertir su salario en las pequeñas fincas que poseen. Su trabajo y rendimiento es apetecido y valorado en las fincas cafeteras”.


Finalmente están los andariegos: “una población flotante que se mueve de región en región, de municipio en municipio, generalmente a la caza de cosechas y oportunidades de trabajo”. Estas personas no tienen contrato de trabajo, ni seguridad social ni cuentas bancarias. Pactan con la palabra, sobreviven al día y su patrimonio cabe en un morral.



Vista del Cerro Tusa, inspiración del logo de la Federación Nacional de Cafeteros

Los enemigos del café


Mucho se huele y se degusta el café, poco se sabe de aquellas manos que se lastiman para recogerlo. Uno de los enemigos de los recolectores son las orugas peluche, también conocidas como gusanos pollo. Blancas como motas de algodón, las orugas peluche dejan de ser bellas cuando pican.


Los cafetos les tienen pavor a los hongos de la roya. Por eso la genética los ha hecho resistentes a ellos. También temen a la broca, un insecto que horada las semillas y se cría en las cerezas caídas. Esa plaga es culpable de la desaparición de miles de hectáreas de cafetales en Colombia, especialmente en tiempos secos.


Por eso un caficultor no solo debe saber de café, sino que también debe cuidar de sus árboles como si fueran sus propios hijos. Para ello realiza tareas como la poda, fertilización y control de plagas y así mantiene la salud de los cafetos. “Si sabemos una sola cosa, nos estancamos”, dice Eduardo Granados Tangarife, otro de los recolectores de La Dorada, de 52 años y piel tostada, como los granos que se producen en la finca.


El canasto que Juan Carlos lleva atado a su cintura se llena con 12 kilos. Cuando el balde está repleto, procede a depositar los granos cosechados en un costal de fique. En épocas de cosecha Juan puede recoger hasta 250 kilos en un día, mientras que en épocas normales recolecta entre 50 y 70 kilos, aproximadamente.


La producción cafetera en Colombia tiene dos ciclos al año. La cosecha principal corresponde a los meses entre septiembre y diciembre, y la llamada “mitaca” o “traviesa”, de menor producción, se da entre abril y junio.


José Fernando explica que cuando un caficultor de su finca cosecha más de 50 kilos diarios, se le pagan mil pesos por kilo recolectado, mientras que si recoge menos de esa cantidad, se le paga un salario de 47 mil pesos por jornada.



Eduardo Granados Tangarife, caficultor de La Dorada.

Rentabilidad en declive


El café es un commodity, es decir, una materia prima como el acero, el cobre o el petróleo. En 1989 se acabó el Pacto Internacional del Café, un acuerdo de cooperación entre los países productores firmado en 1962 para limitar la producción y estabilizar los mercados. A partir del 89, el café se cotiza en la bolsa de valores de Nueva York, generando una volatilidad en los precios que, sumada a los efectos del cambio climático, se convierte en un dolor de cabeza para los productores.


De acuerdo con la Organización Internacional del Café (OIC), en el mundo hay 25 millones de productores y 125 millones de personas que dependen directa o indirectamente de este. Latinoamérica es la cuna del café al producir el 70% del total mundial.


Pese a que Colombia es el tercer productor en el mundo, después de Brasil y Vietnam, la industria cafetera dejó de ser la espina dorsal del desarrollo económico nacional. Nuestro país tiene 590 municipios cultivadores de café. Se calcula que de esta actividad dependen cerca de 560.000 familias. Esta industria representa el 15% del PIB agropecuario y demanda alrededor de 2.5 millones de empleos directos e indirectos, según el Ministerio de Agricultura.


La mayor parte de los cultivadores “representan más de un cuarto de la población rural en Colombia, se ubican a lo largo y ancho del territorio nacional, desde la frontera con el Ecuador en Nariño hasta las montañas de la Sierra Nevada de Santa Marta, con presencia de cultivos del grano en 22 departamentos sumando en estos un total de 877.143 hectáreas cultivadas y distribuidas en aproximadas 664.062 fincas”; afirma el sociólogo William David Martínez Chimbi, en un artículo de investigación para la Universidad Externado.


Los caficultores colombianos están agremiados a través de la Federación Nacional de Cafeteros (FNC). Cada libra exportada aporta seis centavos de dólar que son destinados al Fondo Nacional del Café, una cuenta parafiscal administrada por la FNC. Estos recursos se invierten en procesos de investigación científica, extensión agropecuaria, desarrollo social, promoción del café colombiano y garantía de compra para garantizar un mayor margen de ganancias para los recolectores.


Antioquia representa el 15% de la producción nacional. De sus 125 municipios, 94 son cultivadores y el valor de su cosecha representa 1,3 billones de pesos anuales. En el departamento existen cuatro cooperativas de caficultores, entidades con patrimonio y personería jurídica que, bajo el patrocinio de la FNC, ofrecen los programas de beneficio social a los caficultores asociados. Entre ellas está la la Cooperativa de Caficultores de Antioquia, a la cual pertenecen José Fernando y los empleados de su finca. “La unión hace la fuerza”, afirma.



José Fernando Montoya Ortega, entre los caminos laberínticos de La Dorada.

Un paso a la vez


Después de tres horas y cuatro kilómetros recorridos entre los cafetos de La Dorada, el cuerpo suda a mares, la sangre late en los oídos y se entrecorta la respiración. “La clave es un paso a la vez. Quién no afronta la dificultad nunca podrá encontrar la felicidad”, dice José Fernando. Al levantar la mirada aparece, coqueta, la fachada de la finca como un premio al esfuerzo del caminante.


Montoya suspira. Ha vuelto a casa. Se refugia en los brazos de Blanca. “Uno se muere, pero no se siente”, bromea. Es momento de restaurar el estómago. El almuerzo es sopa de verduras, acompañada de pollo a la plancha, arroz, plátano maduro y ensalada. Para calmar la sed, una cerveza con una corona de espuma, servida en un vaso de cristal.





Del cafeto a la taza


La época de los arrieros y las mulas quedó cubierta por el polvo del olvido. Ahora los costales de café llegan a la finca gracias a la garrucha, un sistema de transporte con un mecanismo de cuerdas de acero con extensión de 400 metros que, con ayuda de poleas, es capaz de llevar hasta 120 kilos de carga por trayecto sobre la ladera.


Los granos son depositados en una máquina despulpadora que les quita la cáscara rojiza, desprendiéndolos de la mitad de su peso. La pulpa, rica en antioxidantes, minerales, proteínas y fibra, se utiliza como abono para la huerta de la finca.


Los granos despulpados se dejan fermentar durante 24 horas en un tanque. Luego se lavan en un canal de correteo, donde se clasifican y seleccionan los granos de acuerdo a su peso. Se separan los de óptima calidad y los de segunda, a los que se les conoce como pasilla. Los granos finos son más densos y se quedan en el fondo del canal de correteo, mientras que los de menor calidad permanecen en la superficie. A los primeros se les conoce como café excelso, porque son almendras que cuentan con todos los atributos físicos y sensoriales (y son dignos de exportación).


Los granos selectos se secan a una temperatura de 40 ºC. Luego se procede a la trilla, proceso industrial en el cual se le retira la cáscara al café pergamino, convirtiéndolo en café verde.


Los granos verdes se tuestan a 180 ºC. Con la complicidad del calor, el café se vuelve café, se altera su composición química y se despiertan una pirotecnia de sabores y aromas, entre ellas las más de 55 sustancias volátiles que hacen que, servido en la taza, su olor colonice las narices de quienes lo consumen.


Finalmente, llega el momento del empaquetado. El café de La Dorada se vende en envolturas de color oro. Tiene un sabor de cuerpo balanceado, con notas frutales, florales y cacao.



De cada saco exportado se destinan seis centavos de dolar para financiar el Fondo Nacional del Café.


Una biografía del café


Decía Umberto Eco que las palabras son signos, y que estas son a su vez signos de signos. Café es la palabra para designar un lugar, una fruta y una bebida, la más consumida universalmente después del agua.


Según la Organización Internacional del Café, diariamente se consumen alrededor de 2.500 millones de tazas de ese líquido oscuro que, en palabras de José Martí, “es jugo rico, fuego suave, sin llama y sin ardor, aviva y acelera toda la ágil sangre de mis venas. Tiene un misterioso comercio con el alma; dispone los miembros a la batalla y a la carrera; limpia de humanidad el espíritu; aguza y adereza las potencias”.


Esta bebida tiene sus orígenes en Etiopía, entre los siglos XII y XIII. La tribu nómada de los Kaffa dejaba a su paso plantaciones de café. En los monasterios islámicos los monjes sufíes se percataron de que sus cabras comenzaban a saltar después de comerse las cerezas de los cafetos.


Los monjes empezaron a hacer ensayos con las frutas. Las tostaban, las molían y mezclaban con miel. Como si fueran tocados por la magia, se les aceleraba el corazón, empezaban a ver cosas, el cerebro se les ponía lúcido y se sentían más jóvenes que nunca. Así que los monjes comenzaron a beber infusiones durante las oraciones de madrugada.



Árbol de café, también llamado cafeto o cafetal.

El café pasó de Etiopía a Yemen, de ahí a Egipto y en 1554 llegó a Constantinopla. Se dice que en la capital del Imperio turco los imanes (equivalente del islam a los sacerdotes cristianos) se enojaban porque muchos fieles dejaban de ir a rezar a las mezquitas por quedarse tomando tinto.


Esta bebida tiene propiedades terapéuticas, entre ellas la detención de la salida de lágrimas. Homero lo sabía muy bien cuando escribió La Odisea. En el Canto IV, Helena de Troya toma café para no llorar ante la muerte de Ulises.


El filósofo y galeno árabe Avicena (980-1037), llamado “el príncipe de los médicos” y considerado como uno de los más sabios de Oriente, introdujo el café en el segundo libro del Canon de Medicina, describiéndolo como una sustancia vegetal a la que llamó bunchum. Fue el primero en referirse a ella como un estimulante y por ello la recomendó especialmente a los militares y a los hombres pensantes.


Una de las leyendas recogidas por sir Thomas Herbert, viajero inglés del siglo XVII, en su obra Relación de algunos viajes por diversas partes de Asia y África, cuenta que el arcángel Gabriel era un cafetero celestial. Un día en el que el profeta Mahoma se encontraba terriblemente cansado, se le apareció este ángel y le hizo tomar una bebida negra que expulsaba un humo serpenteante, la cual le ayudó al profeta a recobrar fuerzas para seguir escribiendo los versos del Corán.


En el mundo católico muchos enemigos del café escribían cartas al papa Clemente VIII pidiéndole que prohibiera esta bebida de musulmanes, es decir, de infieles. Santiago Lascasas Monreal en el libro Biografía del café dice que el sumo pontífice se negó tajantemente, declarando que “sería una pena privar a los cristianos de una bebida tan deliciosa”.


“La afición al café de algunos papas fue muy grande, hasta tal punto que en 1740, Benedicto XIV se hizo construir un café de estilo inglés en los jardines del Palacio del Quirinal, lugar donde se refugiaba para descansar de sus obligaciones”, escribe Lascasas Monreal.


Otro amante del tinto fue el compositor alemán Ludwig van Beethoven, quien tenía la impajaritable costumbre de prepararlo él mismo, sin confiarle a ningún criado esta tarea. Dicen que utilizaba 60 granos por taza, los cuales contaba y recontaba muchas veces.


En 1683, tropas del ejército turco-otomano sitiaron la ciudad de Viena. Al retirarse, los invasores dejaron al olvido un enorme cargamento de café. Un espía polaco al servicio de los austríacos, llamado Kolschizky, descubrió el cargamento y como pago por sus servicios le permitieron quedárselo. Kolschizky había vivido en Turquía y conocía de primera mano los secretos de esta bebida. Ni corto ni perezoso, aprovechó su descubrimiento para fundar uno de los primeros establecimientos de café en la capital austríaca, llamado Zur Blauden Flasche (La Botella Azul).


Según Lascasas, “Kolschizky modificó la forma turca de saborear el café endulzándolo con miel y colándolo para evitar que los posos aparecieran en la taza, además de añadirle leche. También se le atribuye la invención del cruasán al haber encargado a un panadero que le hiciera un dulce con la forma de la media luna turca, es decir el «cuarto creciente» o croissant en francés.”.


El café llegó por barco. Primero, al puerto de Venecia en el siglo XVII, y desde ahí a todos los rincones del Viejo Continente, hasta desembarcar en América hacia el siglo XVII gracias a los holandeses, quienes no querían depender más del comercio de los árabes. Ellos lo introdujeron en el territorio que hoy es Surinam y serían los franceses y españoles quienes a principios del siglo XVIII lo expandieron por Brasil y Colombia.


El matrimonio entre Colombia y el café tiene 300 años de historia, cuando los misioneros jesuitas trajeron las primeras matas en el siglo XVIII. Cuenta la leyenda –leída en la página web de la FNC– que el aumento de producción de café en estas tierras se remonta a 1834, “gracias al sacerdote jesuita Francisco Romero en un pueblo de Norte de Santander llamado Salazar de las Palmas. Cuando sus fieles se confesaban, el sacerdote les imponía como penitencia para redimir sus culpas, sembrar café”.


En 1835 ya se exportaban desde la aduana de Cúcuta los primeros sacos producidos en el oriente del país y para 1850 la caficultura se expandió a departamentos como Cundinamarca, Antioquia y Caldas.


Lo que fue será


En La Dorada el cielo se pinta con el declinar de los colores que desequilibran el día y se rinden ante la noche. Decía Manuel Mejía Vallejo que el futuro es un regreso, porque seremos lo que hemos sido. El café siempre será café.







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