Los rebeldes
Por Federico Hoyos Gutiérrez y Maria José Ánjel Cantero
En un edificio de apartamentos en el sector de El Poblado hay una habitación que dejó de serlo; ahora es un taller de cerámica. Tarde fresca. La ventana está abierta. El viento balancea las cortinas de lino, cuya delgadez permite adivinar el paisaje urbano y el declinar de los colores que llevan el día hacia la noche. El piso es de madera, embellecido por las vetas.
Hay dos máquinas de torno y dos estanterías. Una, repleta de utensilios de barro. Otra, con esmaltes, pinceles, paletas de colores, moldes, rodillos, espátulas, estecas, desvastadores, hilos de nailon y hasta una pistola de calor.
También hay una tabla de yeso, la misma donde Mariana Carreño Uribe amasa un pedazo de arcilla como si fuera un pan. Lo rueda hacia adelante y hacia atrás. Lo comprime y lo alarga con la palma de las manos, lo golpea, lo estruja, lo aplasta y vuelve a empezar. El proceso ha de repetirse una y otra vez hasta asegurarse de que no hayan burbujas de aire que podrían hacer estallar en pedazos a la futura pieza durante la cocción en el horno.
Mariana se sienta frente a la máquina de torno, coloca la masa de arcilla en el centro, pisa el pedal y el torno comienza a girar. “El torno se mueve en espiral. Las hojas nacen en forma de espiral, los huracanes y las galaxias son en forma de espiral… Entonces tú estás creando con el movimiento del universo”, dice la ceramista.
Es una mujer de veinticinco años. Viste de overol y anda descalza. Su piel es de un blanco rosáceo. Su rostro pálido se colorea apenas le preguntan sobre su oficio como ceramista. Sus brazos están tatuados con figuras de volutas florales. El iris de sus ojos es gris como la arcilla que acarician sus manos. Un piercing cuelga de su nariz. Los rizos de su cabello castaño son tan movedizos como su espíritu.
El primer paso para dar forma a cualquier pieza de barro es el centrado. Mariana utiliza la base de la palma de las manos haciendo presión uniforme hacia abajo hasta generar una forma completamente simétrica. Su cerebro pregunta y ordena, sus manos responden y hacen.
“Cualquier cosa que uses en la vida tiene profundidad, diámetro y altura. Eso es lo que vamos a hacer en este momento”, dice Mariana con la paciencia de un maestro.
Primero, la profundidad. Usa los dedos pulgares para ahuecar la arcilla. Luego, el diámetro. Toma una esponja, la remoja y esparce un poco de agua por la pieza que gira incesantemente en el torno. Al humedecerla, la hace más maleable, el barro se vuelve más obediente. “El barro es como las personas, necesita que lo traten bien”, escribió Saramago en La caverna.
Coloca la palma de la mano por fuera de la pieza y el dedo pulgar dentro del hueco de la misma. Empuja lenta y consistentemente el pulgar, como si quisiera juntarlo con la palma de las manos. Y así, con movimientos y caricias tan ligeros como una seda, el hueco que hace segundos era diminuto, se ha hecho grande. Hecho el diámetro, Mariana procede a pulir el fondo de la pieza con la espuma.
Finalmente viene la altura. Con el movimiento delicado de los nudillos hacia arriba, comenzando por la base, va levantando las paredes de la pieza, estirándola hasta alcanzar la altura deseada.
Con las puntas de los dedos índice y corazón ejerce una presión firme pero suave hasta modelar y definir los bordes de lo que será un jarrón. “No es solo una pieza, es un contenedor de emociones”, insiste Carreño.
Es momento del arte, llega la impronta del artista. Aquí es cuando las manos de Mariana juegan con el jarrón, haciéndole una especie de cinturas y barrigas a la pieza.
“Cuando estoy ahí (en el torno) estoy siendo mi yo más auténtica. No tengo nada que esconder, soy completamente sincera conmigo. Es como entrar en una meditación. Es una comunicación, un baile”.
Mariana suelta el pedal, el huracanado torno deja de girar. El jarrón queda tan perfecto que dan ganas de ponerle flores. Pero el barro aún está crudo. Hay que rociar la pieza con una pistola de calor, esperar un tiempo prudente a que se seque para luego cocerla en un horno eléctrico a 1200 ºC.
Mariana Carreño Uribe es profesora de cerámica. Después de pandemia fundó su propia escuela, Ama Estudio Cerámico.
Punto de inflexión
Para Mariana, el barro significa el antes y el después de su existencia. De chiquita le encantaba jugar con plastilina, sin embargo sus padres trataron de alejarla de su lado artístico y llevarla por las sendas de una profesión más intelectual.
Mariana era una chica sin norte claro. Cargada de miedos e inseguridades, cursó estudios de Negocios Internacionales, Psicología y Comunicación Social, dejándolos inconclusos todos. “Yo no sabía qué hacer con mi vida, era una persona muy oscurita, un poco deprimida… Yo no daba ni un peso por mí”, confiesa.
Decidió cambiar de aires. Se fue de intercambio para Canadá, hizo cursos de maquillaje y se metió a clases de escultura, arte del que se enamoró perdidamente. Cuando regresó a Colombia, se inscribió a un taller de cerámica. La primera vez “Me fue pésimo. No di pie con bola en el el torno, pero yo dije: ‘este es mi lugar’ ”.
En tiempos pandémicos compró una máquina de torno, luego otra y se pasó los meses del confinamiento practicando, dialogando con la arcilla. Con la complicidad silenciosa del tiempo y la paciencia, sus destrezas mejoraron hasta que se independizó de su maestra y fundó su propio taller de cerámica.
Las vivencias moldean los pensamientos como las manos al barro. Mariana nunca se imaginó que se convertiría en profesora. Actualmente cuenta con 13 alumnos. Da clases de lunes a sábado. Su interés no es formar ceramistas, sino ayudar a sus pupilos a canalizar sentimientos y emociones mediante la elaboración de piezas que les sobrevivan a ellos. El taller se llama Ama Estudio Cerámico. ¿La razón? “Uno viene acá a hacer el amor con el barro”, dice Mariana.
Frente a la pregunta inevitable de cómo se siente al ejercer un oficio que cada vez es menos popular, la ceramista contesta: “Nosotros, los rebeldes, no dejamos que la cerámica muera”.
El otro rebelde
En medio de la reserva natural La Providencia, ubicada en el municipio de Guatapé, vive otro rebelde de la cerámica: José Ignacio Vélez Puerta. Tiene rostro de barba plateada que dibuja una sonrisa de hombre feliz. “Lo que yo hago siempre está muy ligado a lo que yo amo”, afirma. Viste suéter de rayas horizontales, bluyines, tenis de cuero y un delantal gris. Lleva puesto un sombrero de paja, parecido al de Tom Sawyer.
Su casa y su taller, de paredes de tapia y arquitectura campesina, están rodeados por árboles que él y su esposa han sembrado durante veinticinco años: saucos, guamos, chaparros, guayacanes, chagualos, guacamayos, aguacateros, ojos de pava y árboles siete cueros.
Antes de abrir las puertas del taller, José Ignacio se quita el sombrero, con el respeto de un feligrés que entra en el templo. Se pone las gafas. Conversa mientras restaura el asa de un jarrón, actividad que realiza con la precisión de un cirujano. A los 63 años cada una de las falanges de sus dedos está cargada de enseñanzas y recuerdos.
“En cerámica no hay basura”. José explica que una pieza de cerámica puede triturarse, convertirse en arena, mezclarse y reciclarse con la arcilla cruda, lo cual da como resultado el chamote, un compuesto que permite construir piezas con mayor resistencia y durabilidad.
Desde los doce años tomó la decisión irrevocable de ser artista. Primero incursionó en el dibujo, luego en la pintura, después en el grabado, en la escultura y, finalmente, en la cerámica. A los diecisiete se enamoró del torno gracias a Pablo Jaramillo, profesor suyo en la Universidad Pontificia Bolivariana.
Fueron tres experiencias que orientaron su trayectoria como artista de la cerámica: su formación en la escuela de Porta Romana en Florencia (Italia) y en la Escuela de Artes de Segovia (España). En Sargadelos, Galicia, conoció a Arcadio Blasco, quién se convertiría en su maestro. Bajo la guía de Blasco comprendió que la cerámica podía sacarse de los espacios cotidianos del hogar y trasladarlos a espacios urbanos.
Coherente con su rebeldía, se graduó como diseñador industrial con una tesis en contra de esa profesión: Utensilios inmuebles de zonas rurales colombianas. El trabajo, realizado con su esposa, consistió en rescatar los objetos que los campesinos colombianos hacían en su casa por la necesidad que obliga, en muchos casos, las condiciones de pobreza y olvido estatal.
Un artista amante del oficio
José Ignacio se autodefine como un artista cerámico. Para él no hay distinción entre el artesano, el artista y el diseñador; son tres actividades que se funden en una sola. Según Vélez “el oficio es necesario para realizar cualquier trabajo artístico”. Él mismo saca la tierra, la mezcla con agua, la bate, amasa la pasta, tornea las piezas, las seca y las pone a cocer en el horno. Al entrar en contacto con el calor, las moléculas de barro se vitrifican e impermeabilizan, y algunas se inmortalizan.
Su obra es tan amplia que podría hacerse un museo con ella. Los cortes de tierra, las montañas, las texturas, las raíces y las nubes han sido la fuente de inspiración de sus creaciones, entre las que se encuentran desde tazones diminutos hasta esculturas de mastodónticas proporciones. Todas las ideas tienen el mismo punto de partida: una libreta y un lápiz para dibujar bocetos cuyos trazos reciben inspiración de las Musas.
A finales de los 80 llegó a El Carmen de Viboral, lugar que lo transformó a él y que él también transformó. Contrario a lo que se ha pensado, este municipio no tenía una vocación alfarera, sino industrial. Fue José Ignacio quién le enseñó a los carmelitanos los secretos del barro: a tornearlo, a modelarlo, a decorarlo y, sobre todo, a diseñarlo. Una de las satisfacciones más grandes de Vélez es el hecho de haber contribuido a conceptualizar el arte cerámico en este municipio del oriente antioqueño.
En El Carmen está la impronta de José Ignacio. Fue él quien diseñó la Calle de las Arcillas, la de la Cerámica y el parque principal. Sin embargo, un gobernante miope, carente de cultura (y quizá también de inteligencia) no permitió que apareciera el nombre de José Ignacio en esos lugares. Pese a ello, la posteridad no es una prioridad para este artista cerámico. Vélez deja claro que: “Mi proyecto fundamental no es El Carmen, es mi vida”.
Desde hace veinticinco años el artista cerámico, José Ignacio Vélez, tiene su taller en Guatapé.
El camino se hace al andar
Vive tranquilo porque se levanta todos los días a trabajar. No es religioso, pero sí espiritual. “Amo a Buda, adoro a Lao Tsé y adoro a Jesús”. No le tiene miedo a la muerte. Se refiere a ella con la serenidad de un estoico.
Maria Patricia se llama su esposa, compañera de sus días. José le llama por su apodo: Tati. Ella tiene la piel bronceada. Algunas canas se le asoman sobre el cabello, negro como el azabache. También es diseñadora industrial, también es manual y también es artista. A diferencia de José, no se dedica a la cerámica, sino al tejido. Quizá ella misma haya bordado las figuras florales que adornan su camisa azul celeste que lleva puesta. Maria Patricia también tiene su taller en medio de la reserva natural. Allí hay un telar. Lo quiere tanto como su marido al horno.
José sale del taller y se dirige al lugar sagrado de todo alfarero: el horno. A diferencia del de Mariana, este no es eléctrico, sino de leña. Está vacío pero, al cerrar los ojos, es posible imaginarlo con las puertas cerradas y las piezas arcillosas adentro recibiendo la primera llama de leña, las primeras vaharadas de calor rodeándolas como una caricia, el aire arremolinándose, el centelleo titilante de la brasa, el deslumbramiento y las llamaradas del fuego, el humo saliendo a borbotones por la chimenea. Para un alfarero en general, y para un artista cerámico en particular, alejarse del horno es como alejarse de la vida. Lo más bello de este oficio no es solamente sopesar lo acontecido, sino también lo que ha de acontecer.
Frente a la pregunta de por qué prefiere el fuego al momento de cocer las piezas, responde: “Las cosas salen más lindas. Es como si uno tuviera un diálogo con la pieza”. Cuenta José que este horno fue construido con materiales de otro horno: el de Samuel Pareja, ceramista carmelitano. Por eso Vélez lo cuida con un cariño casi humano. Un homenaje a esos hornos que estuvieron y dejaron de estar, porque los derribaron sin piedad. Hay que volver a Saramago: el Nobel portugués decía que destruir una creación ajena sería borrar de la faz de la tierra a su creador.
El material plástico de la naturaleza
La arcilla es el resultado de la descomposición de ciertas rocas que se encuentran en las montañas. Las lluvias provocan la erosión de éstas y las partículas arcillosas son arrastradas por los ríos. Este material, crudo y maleable, capaz de adoptar una infinidad de formas que sólo la imaginación puede limitar, está compuesto de alúmina, sílice potasio, sodio, hierro, calcio, feldespato, y muchos otros componentes que no alcanzaría el espacio para nombrarlos todos.
“La cerámica es el término empleado para referirse a toda pieza de arcilla que ha pasado por un proceso de cocción y que, al perder el agua, se transforma químicamente en un material pétreo, incapaz de volver al estado arcilloso original”, afirma Claudia Lam Onuma en el libro Cerámica a mano.
Existen innumerables tipos de cerámica, pero hay tres muy comunes: la terracota: opaca y porosa, su estructura química se compone de óxido ferroso, que le proporciona el color rojizo. La temperatura de cocción está entre los 700 y 900 ºC. El gres: de color grisáceo, opaco y pétreo. Su temperatura de cochura llega hasta los 1250 ºC. Y la porcelana, cerámica translúcida que se cuece hasta los 1300 ºC.
José Saramago escribió que las palabras no son cosas pero las designan lo mejor que pueden. El término cerámica proviene del griego keramikos, que significa ‘alfarería’. Sin embargo, “la práctica de elaborar figuras, vasijas y otros objetos de arcilla es mucho más antigua que la palabra”, cuentan Liz Wilhide y Susie Hodge en el libro Cerámica, un recorrido por la historia, las técnicas y los ceramistas más destacados.
El nexo entre el hombre y el pasado
La cerámica ha sido fiel compañera de la humanidad durante siglos en la vida doméstica: platos, tazas, vasijas, cuencos, jarrones, teteras, botijos, cántaros, macetas… Muchas de estas piezas no las vimos nacer y tampoco las veremos morir.
“Donde hay humanos, hay cerámica”, explica la historiadora Maria Alejandra González. Todas las civilizaciones han tenido contacto con la arcilla debido a que se trata de la exploración de un material procedente de la tierra, de la cual proviene la vida.
Se ha dicho que en tiempos antiquísimos, de los que no queda ni registro ni memoria, Dios modeló al hombre con el barro de la tierra que él mismo había creado. Y después, con un soplo en la nariz, le otorgó la respiración y la vida. “Nada sale de la nada”, afirma el filósofo y escritor Memo Ánjel, citando a Aristóteles.
No hay certeza sobre cuál fue la primera civilización en descubrir el arte cerámico. Cada hallazgo ofrece nuevas pistas y reescribe la historia. Las objetos más antiguos encontrados hasta el momento son las llamadas Venus, unas estatuillas oscuras, hechas de barro y polvo de huesos que datan entre los años 29000 y 25000 A.C., cuyo hallazgo aconteció en la República Checa en 1925. Hasta hoy, su significado ritual continúa siendo un enigma. Aproximadamente entre los años 6000 - 2400 antes de nuestra era, se produjo la invención del torno en Mesopotamia.
González explica que la cerámica comenzó a tener un uso cotidiano en el Neolítico, especialmente para la cocción de alimentos y la fermentación de los licores, acontecimientos que favorecieron el sedentarismo, las congregaciones sociales y los ritos religiosos en las comunidades humanas.
Los chinos jugaron un papel preponderante en la evolución del arte cerámico. Durante la Dinastía Tang (618 - 907 d. C.) se popularizó el té, y en consecuencia, aumentó la demanda de juegos de porcelana para servir esta bebida. La Ruta de la Seda fomentó el comercio con Occidente. Así fue como la porcelana llegó al Viejo Continente y conquistó la mirada de los europeos, quienes inicialmente no sabían cómo fabricar este material.
Pasaron muchos años hasta que en 1709, un alquimista alemán de nombre Johann Friedrich Bötger, en medio de alambiques inciertos y con el propósito de hacer oro, descubrió por accidente la fórmula de la porcelana auténtica.
Hace 15 siglos muchas civilizaciones precolombinas cocían el barro en hornos abiertos, hechos de piedra. Un ejemplo de ello son los mochicas, pueblos indígenas que habitaron en la costa septentrional del Perú. Ellos construyeron con barro fascinantes inventarios de la flora y la fauna, pero también de su mundo real e imaginario.
“El alfarero mochica moldeaba en su materia plástica todo lo que veían sus ojos de artista creador: los hombres y los animales, los pájaros y las frutas, las legumbres y los objetos más comunes de la vida diaria”, escribió el periodista ecuatoriano Jorge Carrera Andrade en un reportaje para la revista El correo de la UNESCO, en 1955. La civilización mochica supo vivir en paz con sus vecinos y dedicar tiempo a la agricultura, la construcción de acueductos y el cultivo de las artes plásticas.
A su manera, los mochicas eran cronistas de la cerámica. “Cada objeto de arcilla es un documento fidedigno”, apuntó Jorge Carrera. Arqueólogos han descubierto vasijas antropomórficas donde se reflejan los conocimientos de anatomía que poseían los artistas mochicas, además de la gran “penetración psicológica” y diversidad humana: figuras de magnates ataviados con cetro y corona, agricultores negroides con labios prominentes y nariz aguileña, hasta la figura de un mendigo tatuado y tuerto atacado en el cuello por un puma. También elaboraban cálices y sonajeros para las festividades religiosas.
El regreso de los rebeldes
Memo Ánjel ha dicho que las cosas existen cuando se tocan porque el tacto es el más honesto de los sentidos. La dirección e intensidad de la luz afectan la percepción visual de los objetos, la ira y el enamoramiento distorsionan las palabras que se escuchan, el hambre confunde el olfato y exalta el gusto. En otras palabras, el tacto no sucumbe ante los caprichos del espíritu.
Para los rebeldes de la cerámica, como José Ignacio Vélez y Mariana Carreño, el ser humano siempre tendrá que volver a sus principios para recordar de dónde viene, reconectarse con su ser interior, y así, renacer.
Según Vélez, “En el mundo cerámico están los otros tres elementos que conocemos en el mundo occidental: el agua, es quien hace fluir esa tierra; el aire, es quien la hace permanecer y el fuego, que convierte esos cuatro elementos en algo eterno dispuesto a habitar el planeta por siempre. Eso que es la materia, convierte los sueños en realidad”.
Dicen por ahí que del trabajo del hombre dan razón sus manos.
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