A la música le digo...
No te oigo, te escucho. No sólo con los oídos, sino también con el corazón. Te siento en lo más profundo de mis entrañas. Tus sonidos y silencios me sosiegan diariamente con tu compañía. Apagas mi soledad. Ahuyentas mi timidez. Renuevas mi ser. Eres la más pura expresión del alma humana.
Permites transmitir lo inefable. Eres creadora, mágica y excelsa por naturaleza. El gran Guido de Arezzo nos dio las palabras para interpretarte, porque entenderte es imposible…
Cuando te toco en mi piano y te canto, no soy yo, sino el alma la que está sonando. Transformas metáforas en plausibles melodías para transportarme a un universo paralelo que, con tu ausencia, sería incapaz de descubrir. Cuando estás presente, mi mundo exterior se esfuma. Se disuelve. Te apoderas completamente de mí.
Te persigo. Soy tu esclavo. Eres tan potente como una droga. Mientras más te escucho, más mi cuerpo necesita de ti.
Me arrastras lejos… allá donde se borra el tiempo, haciéndome más libre y abierto. Cada vez que te manifiestas, despiertas sentimientos, y sólo puedes expresarte mediante el sentimiento. De todas las artes, eres, sin duda, la más sublime.
Te pareces mucho a los libros: siempre que tus sonidos me invaden, salgo transformado. Cambias las caras largas por rostros alegres y te conviertes en la ropa que nos ponemos todos los días. Somos afortunados de haber sido tocados por la musa Euterpe.
Eres la única capaz de ponernos de acuerdo en medio del barullo, representado por la Torre de Babel en la que se ha convertido el mundo contemporáneo.
Eres siempre bella, suenes como suenes y suenes donde suenes.
¡Qué diversa eres! No distingues entre naciones, credos, ni razas. Para ti sólo hay humanidad. Si no existieras, no podría bailar, llorar, reír, cantar, amar, besar, recordar y amar… Sin ti, simplemente no podría vivir, ni tampoco sabría morir.
Loables las palabras de Nietzsche, cuando decía que, sin música, la vida sería un error.
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