Caminando en la iliquidez
Historia de un profesional desempleado que se resiste a sucumbir ante el revés de la vida.
A las cinco y treinta de la mañana, cuando la oscuridad agoniza, Diego Castillo Echeverri carga en su espalda un maletín Wilson azul oscuro trajinado por el sol y el agua. Camina lentamente. Además del maletín, lleva un carrito de supermercado con pelotas, conos, mallas, colchonetas, raquetas y bandas elásticas.
Diego empieza la clase de tenis con puntualidad inglesa. Entre las seis y las nueve de la mañana, la cancha de fútbol del Parque Pinocho, ubicada en el barrio El Velódromo de la comuna 11 (Laureles - Estadio), se convierte en el Pinocho Stadium. Así bautizó Diego al espacio que le permite ganarse la vida.
¡Pum! ¡Pam! ¡Pum! ¡Pam! Diego observa desde los costados de la cancha cada punto del partido de dobles entre cuatro de sus alumnos: Marisela y David versus Néstor y Ricardo. No hay árbitro. Los jugadores llevan la cuenta del resultado. Ante un punto dudoso, prevalece la confianza.
–Ustedes se tienen que creer, dice Diego.
La cancha no es reglamentaria para el deporte blanco: es más pequeña, las líneas hay que dibujarlas con ladrillos, la malla no alcanza y hay que estar pendiente de no estrellar la raqueta contra los arcos de fútbol. La filosofía de Diego es simple: “Cualquier espacio es una cancha de tenis”. Lo que importa son las ganas de enseñar y el esfuerzo por sobrevivir.
Castillo motiva a sus alumnos para que no pierdan el ritmo:
–¡Vamos, Mari! ¡El aquí y el ahora! Concentrada pal’ servicio.
–Saquen todo lo que sepan, ¡que vamos con todo!
Celebra las lindas jugadas de sus estudiantes como si fueran suyas:
–¡Qué buena respuesta de revés, Néstor!
–¡Good service, Ricardo!
–¡Qué buen rally*, David! - Así se le llama en el argot tenístico a una serie de golpes que se da a la pelota hasta lograr un punto.
Al observar un golpe mal hecho, Diego toma su raqueta y hace una demostración del movimiento correcto. Cuando el partido y el ánimo se enfrían, aplaude y les dice a sus pupilos: “¡Ojo, pues! ¡Que esto no parezca un partido de jubilados!”. Marisela, Néstor, David y Ricardo ríen al unísono.
En el intermedio del partido, les dice: “¿Necesitan oxígeno, hidratación, potasio?” Diego saca de su maletín una bolsa con bananos para cada uno. Al entregarme el mío, dice a modo de broma: “Este es el que nos va a sacar a la fama”.
De repente, pasa por los alrededores del parque un muchacho fornido, calvo y barbado. Grita con falso acento argentino:
–Diego, ¡sos grande!
–¡Mohamed Assad Mugrabi!, le responde Diego y el chico suelta una carcajada. El joven realmente se llama Jeison, pero Castillo lo apoda Mohamed por los rasgos árabes de su rostro.
Diego se ganó el respeto de los visitantes del Pinocho. Ellos lo conocen como ‘El Profe’. “Yo no le caigo a nadie mal ahí. Por el contrario, están felices con el tema (las clases de tenis). Esa es la casa mía”: aquella pequeña cancha de cemento donde los pupilos llegan sin saber cómo empuñar una raqueta y, con el tiempo, superan a su maestro, quien a sus 55 años posee un estado físico envidiable. Los alumnos “aprenden y se van”.
Diego Castillo es calvo, de piel trigueña, ojos cafés, nariz aguileña y 168 centímetros de estatura. Estudió Diseño Gráfico en la institución universitaria Colegiatura Colombiana. Sin embargo, vive del tenis y el rebusque desde hace 9 años, cuando fracasó su emprendimiento, del que todavía no es capaz de hablar. En 2016 se certificó como profesor en la Liga Antioqueña de Tenis.
Pasó de tener la vida resuelta a buscar cómo resolver la vida. Se levanta sin saber cuánto ganará hoy ni cuánto ganará mañana. Diego aplica a la perfección el mantra de los budistas. “Vivo un día a la vez”, dice. Medita diez minutos después de despertarse cada mañana: con eso “sereno el alma”. Al no tener un empleo formal, carece de un contrato de trabajo y, por lo tanto, no recibe las prestaciones sociales como el aseguramiento en salud y los aportes a la pensión.
La informalidad es, para Diego, “un salto al vacío... un estado de permanente iliquidez”. Hay semanas en las que “no compro sino comida”. No tiene cuenta bancaria. Todo es en efectivo.
–¿Cuántas clases te hacés al día?
–La CIA me prohíbe dar ese dato – dice Diego con una sonrisa picaresca.
–¿Es posible vivir del tenis?
–Es posible vivir de todo lo que usted se imagine, con tal de que lo haga bien hecho.
Diego es uno de los 377 mil profesionales desempleados que hay en Colombia según el reporte de Mercado Laboral del DANE para julio de 2021. En el mismo mes del año anterior, la cifra de profesionales desocupados estaba en 454 mil personas, lo que significa una reducción de apenas 1,7%.
En 2020 la tasa de desempleo profesional se ubicó en un 14,2% para los hombres y un 17,7% para las mujeres. En 2019 fue de 9,4% y 12,4%, respectivamente. En 2018: 9% y 11,2%; en 2017: 8,5% y 10,9%; y en 2016: 9,2% y 10,5%. Según la Gran Encuesta Integrada de Hogares del DANE, el índice de informalidad durante el segundo trimestre de 2021 fue de 48,6% en las 23 principales ciudades de Colombia.
Cuando no hay clases de tenis, Diego se monta en su Renault Twingo color café. Recoge a amigos que necesitan hacer vueltas, otras veces transporta materiales de construcción o le ayuda a una amiga con los domicilios en una floristería.
–En el carro mío meto lo que sea.
–¿Vos te le medís a todo? – le pregunto a Diego.
–Men, a lo que sea no. ¡A lo que sea legal! (ríe).
Pese a que muchos le dieron la espalda por su condición económica, dice que aún está “lleno de buenos amigos". Sin embargo, sentencia una verdad que muchos saben pero temen escuchar: “El dinero es el rasero con el que la sociedad mide a las personas”.
“Yo no tengo nada... No tengo muebles ni inmuebles”. Vive en la casa de su madre y ni siquiera tiene televisor: lo vendió para pagar el SOAT del carro, que está escriturado a nombre de su mamá para evitar que el banco se lo embargue. “No tengo novia porque no tengo para invitarla a un café".
Cuando las raquetas callan
Nueve de la mañana. Finaliza el partido. Hora de estirar. “Muchachos, el nivel estuvo bueno. ¿Transpiramos?”, dice Diego con tono sarcástico al ver a sus alumnos sudar a mares.
Acto seguido, se toma una foto con sus pupilos. Todos con cubrebocas. A petición de Diego, se toman otra. Esta vez, el profe se retira la mascarilla.“Sin tapabocas me veo más sexy.” Para Castillo, el humor es una forma de aligerar las vicisitudes de la vida.
Al salir de la cancha, Diego se despide de Marisela, Ricardo, David y Néstor como sacerdote a sus feligreses: “Qué bueno haberlos tenido en comunión el día de hoy”.
Con la satisfacción del deber cumplido, Diego se sienta en uno de los banquitos del Parque Pinocho. Bajo la sombra de los algarrobos se pone a contemplar el firmamento y a rememorar anécdotas de su juventud.
–¿Qué te motiva todos los días a levantarte de la cama?
–El temperamento no se puede dejar caer, porque no lo saca a uno ni el putas de ahí. Hay que bregar a ponerle motivos a la vida y pensar que siempre hay un camino.
Esta crónica fue publicada en el periódico Contexto, edición 76 (noviembre 18 de 2021)
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