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El último tributo

Sus oídos ya no podían escuchar palabras, ni siquiera las de ternura. Las córneas de sus ojos, que se habían olvidado de ver, estaban surcadas por venitas rojas. Se dibujaban ojeras en sus párpados caídos. Su piel canela dejaba de estirarse, ocultando los recuerdos. Parecía estar viendo en sus arrugas la corteza de un árbol. Los pómulos se le marcaban un poco más que el día anterior. A estas alturas de la vida, con 83 años, hasta un día se nota. Para una persona de su edad, eran muy pocas las canas perdidas en su cabello, que hasta el final fue siempre negro. Vestía pijama de un color gris ceniciento y una cobija sepultaba sus piernas. Encima del pecho tenía un pequeño crucifijo de madera.


La morfina adormecía sus sentidos, cerrándole el paso al dolor. Tenía colocado en el índice derecho el pulso oxímetro, un dispositivo que mide el porcentaje de oxigenación de la sangre: ese líquido capaz de transportar la vida y de derramar la muerte. La presión arterial caía lentamente como las hojas otoñales al desprenderse de las ramas. Días antes había recibido el séptimo sacramento: la unción de los enfermos.


Era sábado, 13 de febrero de 2021. Él no lo sabía y quedó sin saberlo. El silencio en la habitación se intercalaba con los rezos, padrenuestros y avemarías. Mi abuelo materno yacía en la cama. No era una cama de las normales, sino de las hospitalarias. Mi madre y mis tíos la compraron días antes pensando en su comodidad, una comodidad que él era ya incapaz de percibir. La demencia senil le había arrebatado su nombre, el de su esposa, sus tres hijos y sus dos nietos. El cuerpo que fue suyo apenas se acordaba de respirar, actividad que ejercía con suma dificultad. Los intervalos entre las apneas se acortaban más y más.


El olvido borró de su diccionario el verbo comer. Su estómago se alimentaba mediante una sonda nasogástrica. Sin embargo, su cuerpo de cien kilos permanecía fuerte con la dignidad de un roble. La larga osamenta y el complejo circuito en el que un día se generó la vida estaba rígido como una tabla.


Mis padres, mi abuela, mis tíos y yo formábamos un semicírculo alrededor de la cama del abuelo, acompañándolo en sus últimas respiraciones. Se unirían las dos fechas: las del principio y del término.


Toby, el integrante canino de la familia, era el más silencioso de todos. Estaba recostado en el piso justo debajo de la cama con las orejas gachas, como queriendo ocultar la melancolía. Negros eran sus ojos oscuros, semejantes a carbones encendidos. Este yorkshire terrier que se hizo famoso, tanto por su belleza como por sus dolorosas mordeduras, nunca le hizo ni un rasguño a mi abuelo. Lo respetaba como alumno a su maestro. El perro no entendía rezos ni plegarias, pero su pequeño cerebro comprendía que para saber basta con escuchar y mirar.


Ustedes, queridos lectores, podrán interpelar: ¿Para qué escribir sobre la muerte? José Saramago respondería: “mientras estamos vivos es cuando podemos hablar de la muerte, no después”.


Mi abuela no tocaba a su marido. No necesitaba hacerlo: lo acariciaba con la mirada. En su mente se sucedían unas a otras las imágenes de un matrimonio que duró 61 años, no por lo mucho que se amaron, sino por lo mucho que se perdonaron.


En ese viaje de la realidad al papel, que en Occidente comienza de izquierda a derecha y se llama escritura, son muchos los detalles que se pierden. Si Elías Canetti era un odiador de la muerte, yo soy un odiador del olvido, que es incluso más peligroso que la propia muerte, porque derrota al hombre.


De repente, el abuelo apretó mi mano con fuerza. Se me pusieron los pelos de punta como un puerco espín. Pensé que iba a despertar, que iba a abrazarme y a llenarme la cara con aquellos besos atronadores que me daba cuando pequeño. Pensé que me diría que se quedaría para siempre o que, al menos esperaría hasta que yo escribiera mi primer libro para que él pudiera leerlo.


El optimismo se desvaneció en un instante cuando el cuerpo de mi abuelo empezó a revolverse como un terremoto. Sacudía las piernas y los brazos, desencajándolos en las más terribles convulsiones. Su boca se abría, tratando de exclamar un grito de auxilio que murió antes de nacer. No sé si esa escena duró dos minutos o dos horas. Mi papá, quien en su condición de galeno es por naturaleza un enemigo de la muerte, me explicó entre susurros al oído que las convulsiones del abuelo se debían a la hipoxia, palabra utilizada por las ciencias médicas para referirse al déficit de oxígeno en el organismo.


Mi hermano, que para entonces estaba terminando su carrera de Medicina, tenía prácticas en el hospital ese día. Mi mamá lo llamó al teléfono y le dijo con voz entrecortada que el desenlace era inminente. Él respondió que justo había terminado el turno y no tardaría en llegar. La rueda giraba, las agujas del reloj avanzaban. Mi hermano batallaba contra el tiempo, que se había convertido en su enemigo. Aunque, si lo pensamos bien, el tiempo siempre está en contra nuestra.


Pero mi abuelo hizo una tregua con la muerte. Esperó a que mi hermano llegara, lo abrazara, lo besara en la mejilla, le diera el adiós eterno y, a los cinco minutos exactos, suspiró por última vez. Mi hermano se le aferró al pecho y depositó en él un diluvio de lágrimas que no eran de tristeza, sino de amor. El cáliz de su vida se había vaciado. Mi mamá le dio un beso en la frente y cerró sus ojos. Ese fue el último tributo.


Acotación: Si alguien llegara a sospechar que el protagonista de esta historia es Gabriel Ignacio Gutiérrez Betancur, estaría en lo cierto.



 
 
 

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