La medicina del espíritu
Dentro de la Unidad de Cuidados Intensivos pediátrica –UCI–, el aire acondicionado era gélido en comparación con el calor tropical de afuera. En la cama de la habitación yacía recostado un niño de dos años. Sus ojos negros miraban con toda curiosidad el mar de aparatos a su alrededor. Electrodos, cánulas y catéteres estaban conectados a su cuerpo. Su única ropa era un pañal. Su piel era tan blanca como las bolas de naftalina. A simple vista, sus músculos se veían flácidos. Al frente de la cama un televisor proyectaba imágenes de caricaturas.
El pequeño no podía moverse. Su cuerpo estaba totalmente paralizado. Ni siquiera podía respirar por sí mismo. Una máquina lo hacía por él. El monitor marcaba un pulso cardíaco de 100 y una saturación de oxígeno del 95%. Padecía de una rara enfermedad llamada distrofia muscular. Lo único que movía eran sus ojos y sus labios, que descubrían su sonrisa. Una sonrisa que le producían las melodías cantadas por Elkin Franco, musicoterapeuta del Hospital Infantil Concejo de Medellín.
A Elkin lo acompañaba Ivonne Mayorga, musicoterapeuta bumanguesa que estaba de visita por esos días en el hospital. Ella tocaba un xilófono de madera mientras Elkin entonaba unos versos improvisados:
Suena muy bonita en el hospital,
suena, suena, suena muy genial.
Y una melodía hecha para ti.
Yo vengo a cantarte aquí en Medellín.
Suena, suena, suena muy genial.
Y una melodía desde el corazón.
Suena que suena con mucha emoción.
Suena que suena, te quiero contar.
Aquí estamos todos para saludar.
Suena que suena en esta canción,
con una sonrisa desde el corazón.
De repente, Ivonne dejó de tocar el xilófono y sacó a relucir su delicada voz lírica, que burlaba el tapabocas, para susurrar melodías al oído del pequeño. En otras ocasiones, Elkin le daba golpecitos en la mano al niño y le levantaba levemente el brazo siguiendo el ritmo de la melodía. El pequeño no decía nada, pero su sonrisa mueca lo decía todo. Su cuerpo no emitía sonido alguno, pero adentro, su cerebro estaba de fiesta. El monitor ahora marcaba un pulso cardíaco de 85 y una saturación de oxígeno del 99%.
Finalizando la terapia, el niño, solito, comenzó a mover su mano izquierda al compás de la canción. A Ivonne y a Elkin se les iluminaron sus ojos como bombillas y, pese al tapabocas N-95 que llevaban puesto, fue evidente que se sonrojaron. Ellos apenas conocían al niño, pero en escasos quince minutos el hada de la música los había unido en cuerpo y alma.
–Muy bien. ¡Un aplauso, campeón! Chao, mi amor. Ángel de luz, cachetón - despidió Elkin al chico.
–Te vamos a venir a cantar todos los días - dijo Ivonne.
Una iniciativa novedosa
En diciembre de 2020, la Alcaldía de Medellín inauguró el Programa Integral de Musicoterapia –PIM– en el Hospital Infantil Concejo de Medellín. Se trata del primer centro de salud pediátrico de la ciudad en implementar un programa de esta índole. La iniciativa está dirigida a niños y adolescentes entre un mes y quince años de vida. Según cifras oficiales, se estima que el PIM beneficia a cerca de 7.900 niños.
Más de 70 instrumentos fueron donados por una empresa judía, Felipe & Chagai Stern. Además, Elkin cuenta que posteriormente recibieron la donación de diez ukeleles por parte de la fundación estadounidense Ukelele Kids Club.
El equipo de musicoterapia está conformado por dos personas. Elkin Franco: antioqueño, carismático y locuaz. Tiene el cabello cogido en cola y su aspecto físico se asemeja al del escritor tolimense William Ospina. Y Elizabeth, una nariñense de tez mulata con timbre de voz dulce y musical como su apellido: Coral. Ambos se desempeñan como docentes de música y tienen título de maestría en Musicoterapia.
Elizabeth y Elkin relatan que el contexto social de muchos de los niños que visitan el hospital es complejo. A este centro de salud llegan niños abandonados, maltratados, desnutridos y abusados sexualmente. “Es posible que (los niños) estén mejor aquí que en la casa”, afirma Elkin. Tanto en los pasillos como en las habitaciones del hospital, es frecuente escuchar el acento caribe de los migrantes venezolanos que llegan a la ciudad buscando un mejor porvenir. “Cada habitación es un mundo”, dice Elkin.
Inicialmente, muchos veían con reticencia la llegada de los musicoterapeutas al hospital. “Antes ni siquiera nos saludaban”, confiesa Elizabeth. Sin embargo, ahora las cosas han cambiado. Cuando los ven pasar por los pasillos son objeto de simpatía, no solo por parte del personal médico y administrativo, sino también de los trabajadores de servicios generales.
Elkin y Elizabeth visten pijama quirúrgica azul oscura. Algunos niños pequeños los confunden con los médicos y sienten temor al verlos porque piensan que les van a aplicar una inyección.
–¿Usted es el doctor? - le pregunta un niño a Elkin.
–Yo soy el doctor de la música - bromea el musicoterapeuta.
Cuando no hay mucho “boleo”, Elkin y Elizabeth les hacen terapia a los médicos, enfermeras y otros empleados del hospital. Eso les permite a estos desahogarse, reducir la carga de estrés y amenizar el ambiente laboral.
Una disciplina humanista
Según la World Federation of Music Therapy, la musicoterapia se define como “el uso profesional de la música y sus elementos como una intervención en entornos médicos, educacionales y cotidianos con individuos, grupos, familias o comunidades que buscan optimizar su calidad de vida y mejorar su salud y bienestar físico, social, comunicativo, emocional, intelectual y espiritual”.
Sin embargo, Elkin explica que la musicoterapia trasciende el ámbito musical hacia el sonoro. “El término música se queda cortico. A veces (en las terapias) no se utiliza ni una estructura o una canción, sino un elemento sonoro. Hay procesos terapéuticos que se generan solo desde el ritmo, y no existe el texto, no existen las alturas, ni las melodías…”.
Las sesiones de musicoterapia se realizan de dos maneras: de forma activa, cuando los pacientes crean música (ya sea mediante la voz o algún instrumento). También existe la musicoterapia pasiva, que se utiliza cuando el paciente no tiene la posibilidad de tocar el instrumento y se dedica solamente a escuchar la pieza musical interpretada por el terapeuta (como es el caso de los neonatos y los pacientes en estado crítico).
Las piezas musicales, por lo general, se interpretan en vivo y de manera improvisada. Esto le permite al terapeuta modificar los parámetros musicales (ritmo, tono, armonía y melodía) de acuerdo con la reacción y observación del paciente. “El musicoterapeuta tiene que ser creativo por excelencia, porque estás trabajando con el paciente en el aquí y en el ahora”, expresa la doctora Clara María Solórzano, especialista en Medicina Psicosomática y musicoterapeuta de la Guildhall School of Music and Drama, de Londres.
Solórzano plantea que entre las cualidades necesarias para un musicoterapeuta también se encuentran la empatía, la recursividad, la paciencia, la tolerancia a la frustración y la sensibilidad. “El músicoterapeuta tiene que poner el corazón”, dice la médica.
Por su parte, Elizabeth explica que al comienzo, por lo general, hay una entrevista con el paciente y sus familiares para definir los objetivos terapéuticos y el formato a utilizar, que puede ser individual o grupal. “Los dos son importantes y los dos son valiosos, dependiendo de lo que el paciente necesite”. Es por eso que debe existir una relación de confianza lo suficientemente fuerte entre el músicoterapeuta y el enfermo, con el fin de establecer una adecuada comunicación, en este caso, a través de la música.
Asimismo, Elkin manifiesta que la efectividad de la musicoterapia radica en la utilización de los componentes de la música y del sonido los que generan el proceso terapéutico, independientemente de las cuestiones estilísticas e incluso culturales. “No es el instrumento, sino la manera en que se utilice ese instrumento. No es el tipo de música, sino la manera como se utiliza esa música”.
Solórzano plantea que si la pieza musical elegida tiene una velocidad inferior o igual a la frecuencia cardíaca basal, además de una armonía simple y repetitiva, esta genera un efecto relajante en el cuerpo. En cambio, aquellas piezas musicales rápidas y con estructuras complejas (como el jazz) producen un efecto estimulante. El criterio de selección de los sonidos a utilizar depende de los propósitos terapéuticos y del diagnóstico individualizado para cada paciente.
A su vez, Elizabeth hace una precisión importante: la musicoterapia es apta para todo público y no se requiere de saberes previos. “Si tú quieres participar, no necesitas tener conocimientos musicales. Se trabaja con tu música y tu sonido interno”.
Sin embargo, como toda disciplina, la musicoterapia tiene límites. “Nosotros no generamos diagnósticos. Un musicoterapeuta no te va a decir: ‘Este niño es autista, este niño tiene síndrome de Rett… no te va a dar un diagnóstico psiquiátrico, ni emocional, ni psicológico. Si un musicoterapeuta te dice eso, te está mintiendo. Está ejerciendo la profesión de una manera inadecuada” comenta Elkin Franco.
El musicoterapeuta hace parte de un engranaje que trabaja de manera articulada con el personal médico del hospital. “A partir de un diagnóstico que ha realizado otro profesional de la salud (médicos, psiquiatras, etc.) yo entro a apoyar, a complementar, a sumarme a algunos objetivos para la recuperación o rehabilitación de esa persona desde la musicoterapia”, puntualiza Elkin.
–¿Qué le dirías tú a las personas que miran con desconfianza a la musicoterapia? - le pregunto a Ivonne Mayorga.
–Persona a la que tú le preguntes tiene inmerso el sonido y la música, desde que nacemos. Si hay algo que tiene un impacto, un poder inmenso en el bienestar colectivo y además es no farmacológico, ¿por qué no? Nosotros no sanamos pero, en materia de investigación, la música llega a las células y hay una modificación considerable. La música abraza a todos sin distinción. Es inherente a cualquier situación y estado del ser.
Un antídoto contra el dolor
En el quinto piso del hospital, Elizabeth caminaba por el pasillo con un ukelele colgado al hombro. Elkin hacía lo propio con una guitarra acústica. También llevaban un carrito de madera cargado de tambores, ukeleles, xilófonos de madera, maracas, huevos sonajeros, panderetas y un tambor oceánico (llamado así porque produce un sonido parecido al de las olas de mar).
Ingresaron con el carrito a una habitación amplia, fresca e iluminada. En el recinto había seis camas y cuatro pacientes. Entre ellos se destacaba un niño moreno, flaco y simpático que, a juzgar por su rostro, no sobrepasaba los diez años. Tenía una fractura en el brazo izquierdo. Sus dientes brillantes contrastaban con su tez café y cabello crespo color azabache. Su sonrisa quedó al descubierto cuando llegaron los musicoterapeutas. Elkin y Elizabeth lo reconocieron de inmediato. El paciente llevaba varios días hospitalizado.
Este chico fracturado fue el primero en acercarse al carrito para tomar un instrumento. Cogió un tamborcito que llevaba pintados los colores de la bandera colombiana. Elkin se le acercó y le acarició la cabeza, a modo de saludo.
–De uno a diez, ¿cuánto te duele? – le preguntó Elkin al muchacho.
–Cinco – dijo el niño
Uno de los métodos que utilizan los profesionales en musicoterapia en el momento de medir la efectividad del tratamiento, es una escala de dolor de diez puntos (siendo uno, la ausencia de dolor, y diez, un grado de dolor insoportable). Durante cada uno de los cinco minutos que duró la terapia, el chico tocó el tambor con su brazo derecho, demostrando una alegría irrefrenable en cada golpe.
–Queda contratado pa’ la orquesta de Navidad. – charló Elkin con el chico al terminar la terapia.
Acto seguido, le volvió a preguntar:
–De uno a diez, ¿cuánto te duele?
–Dos
Al salir de la habitación, Elkin comentó que cuando había visitado al niño a primera hora, este había reportado una escala de dolor de 8 puntos.
La música en nuestro cerebro
En fracciones de segundo, nuestros oídos perciben las señales acústicas (es decir, el sonido) que inmediatamente son transportadas hacia el cerebro, encargado de decodificarlas y darles un significado.
El psicólogo cognitivo y músico estadounidense, Daniel Levitin, afirma que “lo increíble de la música es que no existe fuera del cerebro. Una nota empieza cuando las vibraciones viajan por el aire, lo que hace que el tímpano vibre. Dentro del oído, las vibraciones se convierten en impulsos nerviosos que viajan al cerebro donde se perciben como varios elementos de la música, por ejemplo, tono y melodía. Cuando esos elementos se recombinan, forman un patrón que reconocemos como música”.
“La música afecta al cerebro a tal punto que puede afectar su funcionamiento emocional y cognitivo”, sostiene el neurocientífico argentino, Facundo Manes, en su podcast Pensar de Nuevo. El investigador hace esa afirmación a partir del resultado de un estudio publicado en la revista Nature Neuroscience, el cual plantea que “escuchar música libera la misma sustancia química en el cerebro que cuando comemos una comida rica, que el sexo, y que incluso las drogas: la dopamina”.
Investigadores del Instituto Neurológico de Montreal y la Universidad McGill hicieron uso de neuroimágenes funcionales y registraron los cambios en la temperatura corporal, en la conductividad de la piel, la frecuencia cardíaca y la respiración de los participantes mientras escuchaban sus canciones favoritas. El hallazgo es concluyente: la dopamina se libera en dos áreas cerebrales. “En primer lugar, en anticipación a un pico musical, en el núcleo caudado (sitio clave para el aprendizaje y la memoria). A continuación, durante la experiencia máxima, en el núcleo accumbens (sitio clave de las vías de recompensa y el placer)”.
En un estudio realizado entre el Hospital Mutua de Terrassa y la Universidad Autónoma de Barcelona, se descubrió que “la música es tan efectiva como los sedantes para reducir la ansiedad prequirúrgica”. La investigación se hizo entre junio de 1998 y noviembre de 2001 y contó con la participación de 207 pacientes que fueron sometidos a diferentes tipos de cirugías.
Con este estudio, que tuvo el objetivo de comparar la efectividad de la música frente al uso de un ansiolítico llamado Diazepam en la reducción de la ansiedad prequirúrgica, se llegó a la conclusión de que “no se encontraron diferencias significativas entre ambos grupos (música y sedantes) en cuanto a las variables estudiadas (ansiedad, cortisol, frecuencia cardíaca y presión sanguínea)”.
El entrenamiento musical frecuente implica la interacción de diversas estructuras cerebrales que favorecen el desarrollo cognitivo. Anita Collins, experta en educación neuromusical y profesora de la Universidad de Canberra, asegura que “tocar un instrumento involucra prácticamente todas las áreas del cerebro a la vez, en especial las cortezas visuales, auditivas y motoras”.
Collins también asevera que interpretar y crear música incrementa el volumen y la actividad del cuerpo calloso, elemento situado entre el hemisferio izquierdo y derecho del cerebro. Mientras mayor sea el tamaño de esa estructura, mayor será el intercambio de información interhemisférica y, en efecto, existirán más posibilidades de desarrollar un pensamiento creativo.
Un puente de comunicación
“En mi experiencia, en una de las situaciones que veo que la musicoterapia es muy efectiva, es donde hay un trastorno de la comunicación: donde hay afasia, autismo... donde hay dificultades del lenguaje (que pueden ser adquiridas o congénitas)”, dice Solórzano. Según ella, el arte de la musa Euterpe “es una herramienta muy útil para acelerar el proceso del lenguaje. La música permite expresar las emociones, porque la melodía toca directamente el corazón, el ritmo toca el cuerpo, la melodía va directamente a la emoción y la armonía va directamente a la parte intelectual”.
Carlos Andrés Mesa, licenciado en Dirección Musical de la Universidad de Antioquia, concuerda con Solórzano. “El instrumento musical, además de que estás desarrollando unas habilidades auditivas, motoras, visuales y cognitivas, te está dando la oportunidad de expresar muchas situaciones emocionales en las cuales el ser humano siempre las va a necesitar para desahogar sus inquietudes”.
Cuando la curiosidad despierta
Elizabeth Coral comenzó a interesarse por la musicoterapia cuando se dio cuenta de que había aliviado el corazón de una niña mediante la música. A la academia donde trabajaba, llegó una chica con síndrome de Down. “Nadie la quería recibir. A los otros profesores les daba miedo trabajar con esos niños. Yo le dije (a la niña): ‘Venga, que yo la recibo’”, rememora Elizabeth.
Ella fue franca con los padres de la menor y les advirtió que en ese momento no contaba con las suficientes herramientas profesionales para trabajar con personas que tenían esa discapacidad, pero que estaba dispuesta a transmitirle a la niña la pasión por el arte. “Pasó una cosa muy curiosa que yo no sabía: la mamá, como a los seis meses de estar (la niña) conmigo, estaba súper agradecida. Un día llegó y me dijo: ‘Eli, es que nos quieren hacer una entrevista”.
Antes de que la niña empezara las clases de música con Elizabeth, sus padres debían llevarla mensualmente al hospital a causa de sus complicaciones cardíacas. Pero desde que la menor inició las clases, las dolencias desaparecieron. “No sé qué pasó, no sé tú qué haces en las clases”, le decía la mamá de la niña a Elizabeth. Ahí fue cuando ella descubrió el potencial que tiene la música de modificar comportamientos y encontró en la musicoterapia su camino de vida. Es máster en Musicoterapia de la Universidad Central de Cataluña.
Por su parte, Elkin, trabajaba con comunidades vulnerables y en ese proceso descubrió que el sonido es una herramienta útil para cohesionar grupos. Primero realizó cursos formativos y luego decidió cursar la maestría de Musicoterapia en la Universidad Internacional de la Rioja, España. Sueña con doctorarse en la materia.
A Ivonne Mayorga le sucedió lo más paradójico que le puede pasar a un músico: durante la universidad empezó a presentar amusia, un aborrecimiento total a la música. Comenzó a presentar alteraciones nerviosas fluctuantes, ansiedad y, en ocasiones, perdía la noción espacio-temporal.
Entonces Ivonne tomó la decisión de ingresar a un laboratorio de Musicoterapia en Bucaramanga que recién había fundado la esposa de uno de sus maestros de la universidad. Empezó a meterse en el cuento de la musicoterapia y poco a poco recuperó el ritmo, la afinación y la tranquilidad que hacía rato no encontraba.
Posterior a eso estudió Musicoterapia en la Universidad Internacional de la Rioja y se especializó en Musicoterapia para cuidados intensivos. “Fui paciente inconsciente... Cuando empiezo la formación en musicoterapia me doy cuenta de una serie de cosas en materia celular, en materia nerviosa, en materia psiquiátrica, en la modificación del PH sanguíneo...”. Ivonne se autodefine como una divulgadora de la musicoterapia, desde que se levanta hasta que se acuesta.
Música, ropaje de la humanidad
Los humanos somos seres musicales por naturaleza. Según Memo Ánjel, filósofo y docente de la Universidad Pontificia Bolivariana, el hombre es el más curioso de los animales. Desde el surgimiento de nuestra especie, el hombre ha utilizado las manos para elaborar e interpretar instrumentos, el oído para descifrar los sonidos de la naturaleza y la voz para emularlos.
“Los hombres trataban, de una u otra manera, de imitar los cantos de los pájaros, el ruido de ciertos insectos, el movimiento de las pezuñas de algunos animales sobre las praderas”, cuenta la historiadora Claudia Avendaño en el programa radial Relatos frente al espejo.
En la Biblia se encuentran los primeros vestigios del uso de la música con fines terapéuticos. Las Sagradas Escrituras relatan que David interpretaba el arpa para tranquilizar al iracundo rey Saúl, quien estaba completamente obnubilado por el poder. Saúl era “prepotente y peligroso, y David trataba de calmarlo a punta de música”, cuenta Ánjel en el programa radial de La otra historia.
Por su parte, los griegos “descubrieron que la música podía por un lado reducir la ansiedad y disminuir los pesares del espíritu, pero, por otro lado, podía normalizar el sueño de las personas con insomnio y mejorar la digestión” dice Guadalupe Bence, psicóloga de la Pontificia Universidad Católica, de Buenos Aires. De ahí surge la célebre frase de Platón: “La música es para el alma lo que la gimnasia es para el cuerpo”.
Según la mitología helénica, Zeus y Mnemósine se unieron para dar luz a las nueve musas: las patrocinadoras del arte. Ellas nacieron en noches consecutivas y vivían en el Monte Parnaso, lugar consagrado al dios Apolo. Entre las musas se destaca Euterpe, “señora de la canción, protectora de los intérpretes y musa de la música”, como la describe el periodista Reinaldo Spitaletta. “El mundo griego es un mundo musical. Por lo tanto, nosotros (que somos sus nietos) somos seres musicales”, subraya el historiador Ramón Maya Gualdrón en el programa radiofónico Relatos frente al espejo.
En América, las culturas aborígenes precolombinas utilizaban la música como herramienta para expulsar enfermedades. Estas eran concebidas como la ausencia de salud a causa de fuerzas mágico-religiosas que se apoderaban de la persona. La música para ellos era una forma de sanación, una especie de conjuro contra los demonios.
En la India, la medicina tradicional ayurveda plantea que el sonido tiene una resonancia en el cuerpo humano y es capaz de producir la curación de diferentes dolencias. Mediante diversos ejercicios en los que predominaba la voz humana, se entonaban consonantes y vocales para estimular el cerebro.
Hace poco más de quinientos años, el sultán Bayecid II (líder del Imperio Otomano entre 1481 y 1512) tuvo un sueño en el que le encargaron construir un hospital en la ciudad de Edirne (actual Turquía). El sultán, habiendo cumplido el sueño, estableció en ese hospital el primer centro de musicoterapia en el Medio Oriente. El lugar contaba con un recinto exclusivo para los músicos y estaba diseñado con una acústica especial que permitía que los sonidos llegaran a todas las habitaciones de los pacientes y, de esa manera, se cumpliera el efecto terapéutico. En el centro del hospital había una fuente de agua, cuyo sonido también servía como elemento relajante y tranquilizador para la buena salud de los enfermos.
Siglos más tarde, durante el esplendor del barroquismo europeo, se comenzó a tejer la leyenda de que un tal Johann Sebastian Bach (1685-1750) le componía canciones al conde von Keyserlingk para arrullarlo en sus noches de insomnio. A esa serie de canciones se le conoce como Variaciones Goldberg.
La musicoterapia se profesionalizó en Estados Unidos durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En aquella época se abrió un espacio para que los músicos entraran a los hospitales con el fin de mejorar el estado anímico de los veteranos soldados que habían llegado con traumas físicos y emocionales a causa de la guerra. A partir de la visita de los músicos, el tiempo de permanencia de los pacientes se redujo sustancialmente. En 1950 se fundó la American Music Therapy Association y tres décadas más tarde, en 1985, se creó la World Federation of Music Therapy.
En Latinoamérica, Argentina y Brasil son líderes en investigación musicoterapéutica. En ambos países hay pregrados y postgrados en la materia. En Colombia, por el momento, solo existe una Maestría en Musicoterapia en la Universidad Nacional (sede Bogotá). El programa tiene una duración de dos años y pueden acceder a él personas con diferentes profesiones, con la salvedad de que posean amplios conocimientos musicales. En Medellín existen diplomados en la Universidad EAFIT, en la San Buenaventura y en la Universidad de Antioquia.
Intubación amenizada con serenata.
En la UCI pediátrica del Hospital se escuchaba el llanto desconsolado de una pequeña de nueve años. Elkin e Ivonne se asomaron a la puerta de la habitación. Las lágrimas rodaban abundantes por las mejillas de la niña. Era incapaz de comprender por qué tenía dos cables conectados al pecho. Estaba a punto de ser intubada y su nerviosismo ante lo desconocido la invadía. Y no es para menos. En una UCI el temor de los niños es dormir sin la certeza de volver a despertar.
–¿Qué me van a hacer? – preguntaba constantemente la menor.
–Te vamos a poner anestesia – le decía la enfermera en tono apacible a la niña.
Al lado de la camilla donde reposaba la pequeña había una mesa con instrumentos quirúrgicos (pinzas, agujas, porta agujas, jeringas, etc.) La madre de la niña estaba muda. Sus ojos, achocolatados. Se aferraba a una cobija. Estaba ensimismada en sus pensamientos, quizá implorando al más allá para que su hija permaneciera en el más acá.
Elkin se acercó a la niña sigilosamente e hizo sonar su guitarra acústica de madera maciza y cuerdas de nailon. Interpretaba un círculo armónico de tres acordes e inventaba melodías que salían de su boca, en un intento por sosegar a la chiquilla. Como por arte de magia, el llanto cesó. El intensivista, que estaba encantado con la guitarreada inesperada, le pidió el favor a Elkin de que continuara con la serenata desde afuera, mientras intubaba a la niña.
Finalizado el procedimiento, el galeno se acercó a la madre de la menor y le dijo, con sus ojos puestos en la niña:
–¿Sí ves como relaja la música? Y a ti también.
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