La Señora Selfie
- Federico Hoyos Gutiérrez
- 23 dic 2022
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 22 feb 2023

El sol en el cénit, y el cielo desnudo. Las hojas de los algarrobos, divertidas en sus labores fotosintéticas, atravesadas como cristales por la luz del astro rey. Con tan solo mirar los eucaliptos y los pinos dan ganas de volverse botánico. Encima de las ramas se posan pájaros distintos en especie pero cantarines todos: azulejos, sirirís, barranqueros y petirrojos. Los jardines están abundantes de rosas y campánulas, unas flores purpúreas con pétalos alargados y bordes dentados que reciben tan acertado nombre por imitar la forma de las campanas. Por aquí y por allá vuelan mariposas como si fueran pétalos agitándose en el aire. Así es la naturaleza: no necesita creador porque se crea a sí misma.
Es domingo al mediodía. El viento balancea los ramilletes de palmeras que circundan la piscina del hotel, la cual tiene un cerramiento de vidrio templado. La música bossa nova que suena a través de los parlantes se funde con el murmullo de cuatro chorros que se convierten en arcos, iguales todos en altura y longitud.
La piscina está dividida en dos partes desiguales por un puentecito de madera despintada. La porción más pequeña y de menor profundidad, donde están los chorros, es la zona infantil. Allí los niños, provistos de flotadores multicolores en los brazos, corretean entre los arcos acuáticos, que a ellos les parecen túneles. De repente, a uno de los chiquillos se le ocurre la idea de tapar con el pie uno de los chorros y descubre que, al hacer esto, desaparece un arco y los otros tres se vuelven más grandes. El pequeño quedará contento por el resto del día con semejante hallazgo.
Hay un hombre amargado a quien le parece una estupidez ver a los infantes maravillándose por algo tan sencillo. Por fortuna hay un tolerante que le recuerda al amargado que él también fue un niño y que mientras los pequeños simplifican la vida y se contentan con todo, los adultos complejizan la vida y no se contentan con nada. Los niños tienen la curiosidad y el asombro que muchos adultos han dejado de tener.
Las tumbonas, distribuidas alrededor de la piscina, son de color beige, al igual que la tela de los parasoles. Están ocupadas casi todas. En ellas reposan turistas: unos tan blancos como si alumbraran, otros ya enrojecidos por culpa de la furia solar.
A punto de ingresar a la piscina hay una mujer que le quita el sueño a más de uno. Tiene ojos color miel. Camina como si estuviera en una pasarela de modelaje. Lleva puesta una salida de baño que, con la complicidad del viento, se abre como abre su cola un pavo real. Su cuerpo, esculpido por el gimnasio, está completamente bronceado. Es de una figura tan esbelta que resulta imposible encontrar un punto donde detener la mirada. Su estatura supera el promedio de la mujer colombiana. Su cabello azabache es lacio y sedoso. Lo lleva recogido como la cola de un caballo. El maquillaje de su rostro es excesivo, innecesario para quien viene a disfrutar de un día de sol.
Al cruzar la puerta, la mujer es recibida por el salvavidas. Las miradas de ambos se encuentran. Ella le sonríe con su dentadura impecable y dice con voz aterciopelada:
—¿Qué más?, ¿bien o no?
El salvavidas hace el mayor de los esfuerzos para contener la mandíbula. Si sus ojos respiraran, hubiesen contenido la respiración. El hipnotismo le congela la lengua, secuestrándole las palabras. Responde el saludo con vocablos apenas inteligibles.
La mujer sigue su camino en busca de una tumbona disponible. Es afortunada, encuentra dos muy cerca del borde de la piscina. Un grupo de estadounidenses que juegan con una pelota en el agua voltean en simultáneo las cabezas para contemplar a la fémina. La observan de pies a cabeza mientras ella se aplica lentamente el bloqueador solar. La chica sabe que la están mirando, eso le gusta. Su apariencia es su vitrina. Los jóvenes se alegran al darse cuenta de que la tumbona del lado de las que ellos tienen reservadas está vacía. Empiezan a apostar por quién de ellos será el primero en acercarse a la mujer y conseguir su número telefónico. Según la lógica seductora de estos muchachos libidinosos, el teléfono da paso a una cita, una cita da paso al encuentro de los labios y, si todo va bien, se desabrochan los botones y se procede a todo lo demás.
Las conjeturas duran cinco minutos, tiempo que tarda en llegar el esposo de la dama. El matrimonio es joven, aunque parece viejo por la frialdad con que se saludan los cónyuges. El caballero viene acompañado de una pequeña de siete años, hija de ambos. Sin embargo, la madre está tan absorta en su celular que apenas se percata de la presencia de la niña.
Después de que la familia se acomoda en las tumbonas y descansa una media hora, la mujer se pone de pie. Le entrega el celular a su marido para que le tome fotos. El hombre, que preferiría seguir recostado contemplando el paisaje mientras le cuenta historias a la hija, inicia con resignación la sesión fotográfica. Captura imágenes en todos los ángulos habidos y por haber. El mandamiento inquebrantable impuesto por su esposa es que ella sea la protagonista.
La mujer sonríe en todas las fotos. Aquí no se trata de sentir, sino de fingir. Exhibe sus piernas carnosas que parecen de voleibolista. Parada, sentada, acostada, arrodillada, acuclillada, ensortijándose el cabello, apretando el abdomen… No importa la postura, siempre está coqueteándole al lente.
Por experiencia sabe cuáles son los planos más adecuados para que sus glúteos se vean más abundantes de lo que son en realidad. Cuando no se puede convencer, hay que confundir. De repente arranca una rosa del jardín y se la pone en la cabeza. Quiere ser tierna o por lo menos intentarlo. Apenas se cansa de la flor, se pone un sombrero vueltiao, luego una gorra… lo que sea para que sus fotos no se vean del todo iguales.
–Amor, espera… más hacia la izquierda. Espera, más hacia la derecha. No, así no me gusta. Más para el centro, ¿me sigues? ¡Concéntrate! … ¿Es que no sabes tomar una foto?
El marido prefiere no discutir ante los caprichos de su mujer y hace lo que ella le ordena. Tiene muy clara la fórmula para evitar disputas conyugales: la esposa siempre tiene la razón, así no la tenga. Durante las fotos, la mujer se acerca con disimulo al grupo de norteamericanos que juegan en la piscina. Se agacha en repetidas ocasiones sin necesidad alguna; lo que quiere es que sus curvas se hagan más prominentes para los observadores.
¿Hasta dónde es capaz de llegar la vanidad humana? Atención, todos. La protagonista de esta historia hace varias pausas activas durante la sesión fotográfica. Se dirige hacia el baño para cambiarse el bikini. No se lo cambia ni una, ni dos, sino tres veces. El primero es blanco, el segundo es amarillo, y el tercero, rojo. Entre un cambio y otro, la demora es mayor de lo habitual. La dama aprovecha la estancia en el baño para tomarse autorretratos.
Lo más curioso de todo es que en ningún momento se ha metido al agua, ni se meterá. Usa el bikini para complacer la cámara y alimentar su caudal de seguidores en Instagram, que ya son 107 mil. Verdaderos o falsos, nunca lo sabremos. Si la quieren o no, tampoco lo sabremos. Imprudencias del narrador. Lo importante para el ego es la cifra, que nunca será lo suficientemente grande. Llegados a este punto del relato, el narrador decide bautizar a esta mujer como “Señora Selfie”.
Los comentarios de la última publicación son abundantes. Hay emoticones, mensajes románticos y cursis. Hay otros, de tan morbosa naturaleza, que la sensibilidad del escritor prohíbe retener en la memoria. También hay mensajes de simpática ortografía, como este: “estas ermoza”.
La Señora Selfie tiene muy claras sus prioridades. Primero las fotos, después el paisaje. Primero las fotos, después los mimos a la hija. Primero las fotos, después el beso para el esposo. Es médica, pero primero las fotos y después la salud de los pacientes. Las fotos son más importantes que el amor, incluso que la vida misma.
Pasadas dos horas después del inicio de la sesión fotográfica, la niña se acerca a sus padres. Les dice que quiere jugar, que para eso vino al mundo. El padre se conmueve al observar los ojos dulces de la pequeña. Sin embargo, para la Señora Selfie, el día aún no ha sido lo suficientemente provechoso: necesita más fotos.
La solución es que el padre se quede jugando con la niña y la madre con su celular auto retratándose. Para ella, la pantalla del teléfono es equivalente al reflejo del lago en el que Narciso se contempla a sí mismo.
Ese dispositivo de 14 pulgadas, a veces tan útil y a veces tan adictivo como el tabaco, es el portón de ingreso a las redes sociales: ese mundo de fantasías continuadas, ese deseo de realidad donde todo es perfecto, un universo donde el querer es reemplazado por el conectar. Lo importante para la Señora Selfie es estar “en línea”, no quiere que los algoritmos se enfaden con ella. Publica contenidos los días todos, pues teme que su autoestima sufra una recaída al ver reducidos sus likes.
Por la misma puerta que vio pasar a la Señora Selfie, entra un caballero atlético, de tronco musculado y anchos pectorales. Su rostro es viril y barbudo. El narrador calcula que tiene 38 años. Apenas lo ve, la señora Selfie se muerde los labios. El hombre tiene anillo nupcial, pero no le importa. Le parece tan halagador para la vista, piensa que colombiano no puede ser. Aprovecha que su marido está distraído con su hija y empieza a tomarle fotos al bien llegado que el destino le puso enfrente. En este momento la Señora Selfie quisiera que su matrimonio no se hubiera consumado y que su hija no hubiese nacido. Quisiera escapar con ese hombre al que ni conoce, pero al que sus ojos llaman.
Sin embargo, la Señora Selfie no cuenta con que en una de las tumbonas al apuesto caballero lo espera su marido, que lo recibe con un beso. Nuestra protagonista se desencaja. Con toda la prisa del mundo empieza a borrar de su celular todas las fotos que le tomó al tipo y evitarse así molestias conyugales. No siente culpa, se consuela con que la infidelidad no pasó del pensamiento.
El sol comienza a esconderse tras las montañas. El día está agonizando, el azul del cielo se torna en malva. Es hora ya de recogerse. La luz que se va y las sombras que llegan en su reemplazo le impiden a la Señora Selfie continuar con la sesión de fotos en la piscina.
Eso no es problema. Se cambia el bikini por un vestido de seda rosado y unos tacones altísimos. Se dirige con su marido y su hija al restaurante del hotel, cuyo diseño imita la forma de los bohíos: techo de paja y columnas de madera. Mientras esperan la comida en familia, la dama saca de su maletín un libro de Ginecología. Está escrito en inglés y la encuadernación es sobria. La cubierta no tiene ningún rasguño, el libro tiene que ser nuevo. No es de una editorial cualquiera: es de Elsevier, una de las más reputadas en investigación científica. La Señora Selfie le pide a su marido que le tome fotos con su última adquisición bibliográfica.
Como la especie humana es inconforme por naturaleza, la dama retoca las fotos con filtros “anti imperfecciones” previo a la publicación en su cuenta de Instagram. Sus seguidores se imaginan que la Señora Selfie no solo es hermosa, sino estudiosa. Lo que no sospechan es que aquel libro parece no haber sido leído y tal vez no lo será nunca.
La Señora Selfie no resulta atractiva para quién escribe. Seguramente los lectores, especialmente los masculinos, podrán escandalizarse y calificar de estúpido al narrador. Están en todo su derecho. Una cara bonita y unos músculos tonificados atraen momentáneamente la vista, pero los atributos realmente seductores son el carisma, la inteligencia y la sensibilidad de una persona. Saramago decía que los ojos valen mucho, pero no pueden alcanzarlo todo. Un vaso, así sea del cristal más fino, resulta inútil si está vacío.
Perdonen las divagaciones filosóficas, pero el narrador no se puede contener. El cuerpo es un estuche que se desgasta con el silencio del tiempo y la obscena corrupción del oxígeno. ¿Qué será de esta mujer cuando se le arrugue la piel?
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