Relato a cielo abierto
Dormí poco y mal. Siempre me pasa antes de viajar. La imaginación siempre se adelanta a la realidad. A las 11:30 de la mañana partiría del Aeropuerto Internacional José María Córdova, de Rionegro, con destino al Aeropuerto Internacional de Cancún, México.
El terminal aéreo de Rionegro es pequeño, de techo curvo y abovedado. Mientras hacía la fila para registrar el equipaje, conversé con una suiza de ojos grises e inteligente mirada. Era simpática y reía de tanto en tanto. Llevaba en la mano izquierda un sombrero de fieltro, negro como una pantera. Había estado tres meses en Colombia y regresaba con nostalgia para Zúrich, su ciudad natal. Llegó mi turno y me despedí.
—Have a nice trip —le dije.
—You too, thankyou! —me respondió.
Con esas palabras salí convencido de que hacer amigos es muy fácil. Viajaba con mis padres. Pasamos rápidamente los controles migratorios y fuimos a desayunar. Papá y yo comimos arepa rellena de queso. Él bebió un americano y yo un té matcha. Mi madre dijo “No, gracias”, y ordenó un chocolate que despedía un humo serpenteante de lo caliente que estaba.
Desayunamos de pie. No había asientos disponibles en la sala de espera, pero la comida estaba tan rica que no nos importó. Fuimos al baño en apuros, había iniciado ya el abordaje de nuestro vuelo: el 466 de Viva Air.
Falsa alarma. La gente empezó a devolverse. La fila se disolvió como la niebla. Por los altoparlantes informaron que el avión había tenido una avería, lo que significaba un ligero retraso en el itinerario. El vuelo despegaría a las 12 del mediodía, 30 minutos después de lo previsto. Mamá comprimió sus labios como queriendo ocultar sus preocupaciones. Por la ventana vi la aeronave con las tapas de la turbina derecha abiertas. Al poco tiempo, ya las habían cerrado. Al parecer, nada grave. ‘Mantenimiento de rutina’, dije para mis adentros.
La mañana era fría en el aeropuerto de Rionegro. La luz del sol se filtraba entre las nubes. Se escuchaban los problemas del viento. Lloviznaba. Las gotitas perlaban las ventanillas del avión.
Era un Airbus A320 con 188 almas a bordo y dos motores Rolls-Royce. Las alas terminaban con aletas puntiagudas, eso que los expertos en aeronáutica llaman sharklets. Los asientos, negros y forrados en cuero, eran ultradelgados y rígidos como una tabla. Nunca hicieron amistad con los glúteos.
El piloto saludó, cortés, ofreciendo disculpas por el retraso. Tiempo de vuelo: tres horas, aproximadamente. Expectativas de clima en el lugar de destino: soleado. Su voz sosegada terminó por sosegar a los pasajeros también.
La azafata era dio los buenos días a todos los pasajeros. La mayoría no le respondió el saludo. No obstante, su simpatía permaneció intacta. Así son las personas buenas: la decencia es tan natural en ellas que se olvidan de las cosas buenas que hacen.
—Tripulación, armar toboganes —anunció la azafata por el citófono. Cerró las puertas: primero la de embarque y después la de la cabina. ‘No hay marcha atrás’, pensé. ‘Nunca la hay’, volví a pensar. El pasado no existe y el futuro no ha llegado todavía. Nada existe más allá del momento presente.
Sonaron las instrucciones de seguridad. Abróchese el cinturón, prohibido fumar, distinga las salidas de emergencia, mire dónde está el chaleco salvavidas. Ni se le ocurra llevárselo; es un acto penalizable por la ley. En caso de pérdida de presión en la cabina, use la mascarilla que caerá encima de su asiento. Primero sálvese usted y después salve a los otros…
El avión carreteaba por la pista. El fuselaje temblaba como una camioneta en carretera destapada. Se escuchaba el chirrido de los compartimentos protestando contra la superficie irregular del pavimento. Puse el celular en modo avión. No quería estropear las conversaciones entre los pilotos y la torre de control.
—Tripulación, próximos al despegue —anunció el primer oficial.
El avión estaba en la cabecera de la pista 01. Los motores alcanzaron una velocidad mortal, las alas se curvaron ligeramente y el aparato se elevó. Entramos a la morada de los dioses. No hay mayor sensación de libertad que esa.
Desde el altísimo divisaba el campo, las montañas, los tejados de las fincas, los cultivos que parecían pizarras, los pueblos ajedrezados, los meandros y bifurcaciones de los ríos, los lagos que parecían charcos, las nubes en forma de crispetas. Libertad también es saber que la naturaleza creó todo eso sin necesitarnos.
De repente, el avión se zarandeó. La azafata tomó el citófono y dijo:
—Es posible que experimentemos algo de turbulencia. Por favor abrocharse los cinturones. El uso de los baños está prohibido. Se suspende temporalmente el servicio de comida a bordo.
El avión se sacudía de arriba a abajo. Mi madre recordó todas las oraciones y agarró a mi papá del brazo. No puedo mentir, a mí me gusta la turbulencia. Los movimientos del avión se asemejaban a los de una lancha saltarina, con la sutil diferencia de que íbamos a 850 kilómetros por hora y volábamos a 33 mil pies de altura.
A través de la ventana se veía el océano Pacífico. El primer oficial anunció que nos estábamos acercando a la Ciudad de Panamá y que más tarde sobrevolaríamos la isla de San Andrés. Así, tendría la oportunidad de contemplar los dos océanos y compararlos.
Pero dejé de mirar el cielo. Los motores dejaron de sonar. El tiempo se difuminó. Leí un capítulo del libro que llevaba en el morral: El extranjero, de Albert Camus. De un vuelo me transporté a las playas de Argel, donde el joven Meursault abrazaba a su prometida Marie. Esa es la magia de la literatura: se vuelve verosímil lo inverosímil y el pasado se convierte en presente. Haber leído es haber estado.
Pasados unos minutos la azafata interrumpió amablemente mi lectura. Debía llenar el burocrático formulario de aduanas. De las tres horas que duró el vuelo, la última transcurrió como una seda.
—Tripulación, asegurar cabina, ordenó el piloto.
El avión comenzó a descender y el viajero, a despedirse de las nubes. Sobrevolábamos la península de Yucatán. Había una capa infinita de árboles que parecían brócolis. Entre el espesor verde, vi un espacio rectangular donde ya no había árboles. Un vestigio de que allí estuvo el hombre.
Las llantas acariciaron la pista. El avión carreteó, se parqueó y el sonido de los motores cesó. El pronóstico no se equivocó. El clima, que nunca ha sido de fiar, fue fiable hoy. En Cancún la tarde era soleada.
Escuché la voz de la azafata por última vez:
—Tripulación, desarmar toboganes.
Sonaron en coro las hebillas de los cinturones desabrochándose. La puerta se abrió. Salí del avión y me impresioné: todo esto fue posible gracias a un hombre que observó a los pájaros y soñó con imitarlos.
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