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El viejo verde

Actualizado: 13 ago 2023


Imagen recuperada de: https://i.pinimg.com/originals/ea/e9/fc/eae9fceeaa80aa25f0c9991b87960960.jpg

La memoria es arbitraria, como el árbitro. Mis recuerdos no saben exactamente en qué momento me convertí en hincha del Atlético Nacional. Mi papá y mi hermano, como médicos y hombres de ciencia, no desprecian el fútbol; más bien, son indiferentes ante esa batalla campal de 22 hombres que se disputan el esférico durante 90 minutos. Aquella indiferencia ante el balompié se la contagiaron a mi mamá también.


Conmigo no pudieron. Todos los domingos por la tarde íbamos a la casa de mi abuelo materno. Al verme llegar sonreía, se le iluminaban los ojos, me daba un abrazo rompecostillas y colmaba mis mejillas con besos atronadores. Cada vez que hablo de él es como si tuviera ante mis ojos aquel viejito bonachón de cabellos negros y piel mulata curtida por el sol. Su cojera al caminar era la más bella de las danzas. Así lo recuerdo y así de intacta quiero dejar esa imagen en mi memoria. Pese a que no era culto ni leído, siempre tenía algo nuevo para contar. Ni siquiera terminó la primaria: la calle se convirtió en su escuela. Me mimaba. Cuando me ponía caprichoso con la comida, me regalaba una chocolatina Jet y un billete a escondidas de mi mamá para que fuera a comprar mecato a la tienda de la esquina.


Al notar que su estado de ánimo dependía de cómo le había ido al Atlético Nacional, pronto me hice hincha verde. Me importaba un rábano el nombre de los titulares o el autor del gol: lo único que quería era que Nacional ganara, con tal de ver feliz a mi abuelito. Cualquier equipo que jugaba con el verde se convertía en un enemigo temporal: un auténtico duelo en el que los ángeles se enfrentaban a los diablos de turno.


Cuando le conté que alguna vez estuve saliendo con una hincha del Deportivo Independiente Medellín, mi abuelo me miró con total desconfianza. Para él era algo tan inverosímil, como si se tratase de una alianza entre Montescos y Capuletos.


Mi abuelo miraba los partidos con la concentración de un jugador de ajedrez. Es más, debo hacer una corrección en honor a la verdad: mi abuelito no miraba fútbol, vigilaba fútbol. Durante la hora y media que duraba la misa pagana, se olvidaba del mundo. Sentado en su sofá de cuero café, se colocaba una gorra verde oscura que aún conservo. Se rompía la garganta en una ovación con las victorias de su equipo del alma, pero cuando este perdía, mentaba la madre más de una vez: "¡Hijueputas, hijueputas!", gritaba con severidad y aspereza mientras su semblante se ensombrecía.


Como la vida es arbitraria también, el destino quiso que mi abuelo padeciera una demencia senil que poco a poco le fue arrebatando sus vacilantes recuerdos, incluidos su familia, su equipo del alma, su propio nombre y hasta su propia vida. Este texto es una paradoja: escribo para alguien que no puede leerme. Hector Abad Faciolince lo hubiera escrito mucho mejor: esto no es más que una carta a una sombra.


Si Elías Canetti era un odiador de la muerte, yo soy un odiador del olvido, que es incluso más peligroso que la propia muerte.


Puede que para algunos el fútbol sea el opio de los pueblos, una manifestación de la estupidez y un sinfín de epítetos que le endilgan los intelectuales. Pero cada vez que Nacional gana un partido, mi corazón da un brinco de alegría al saber que mi abuelito está celebrando en el Más Allá.


 
 
 

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