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Un orgasmo gastronómico

Es de noche. Es sábado. El Retiro nos recibe luminoso y acogedor. Sus calles adoquinadas están fielmente acompañadas de faroles.


Llegamos a Barro, nuestro restaurante favorito, ubicado en la carrera 21 # 20-56. Hay fila de una cuadra para entrar. Estamos de buenas porque, a veces, la cola llega hasta el parque principal. El lugar es tan frecuentado que no hay reservas. El olor de la pizza recién horneada que invade la calle es más poderoso que el viento frío.


Delante de nosotros hay un grupo de tres parejas. Entre ellos se destaca una chica rubia. Su cabello es brillantísimo. Su piel es tan blanca como su suéter y su dentadura. Sus labios carnosos y delicadamente maquillados. No sé su nombre, ella tampoco el mío. Quizá nunca llegaremos a nombrarnos. Quizá nunca volveré a verla en la vida. Si mis ojos pudiesen respirar, hubieran contenido la respiración. Muerto estaré el día que deje de buscar la belleza.


Justo en la entrada del restaurante hay un letrero que dice: Nuestro oficio es la pizza. Una frase bastante modesta para quienes hemos estado en una de las mejores pizzerías del oriente antioqueño. Es la quinta vez que venimos a Barro. Cada vez son mayores las ansias de visitar este lugar. Cada vez lo extrañamos más.


El restaurante es una casona antigua, con más de cien años encima. Conserva sus baldosas amarillas y verdes, cada una de ellas tan pesada como las reminiscencias que carga. El espacio que hoy es una famosa pizzería, ayer fue un colegio femenino llamado María Auxiliadora. Sus paredes de tapia están pintadas de un blanco cremoso; soportan la vetusta estructura con la ayuda de seis columnas de madera pálida.


Las mesas están distribuidas en lo que antes fue el patio de la escuela, resguardadas bajo un techo de mimbre. De él cuelgan, intercaladas, siete lámparas recubiertas con el mismo material.


Al costado izquierdo hay un piano desafinado por el desuso. Al fondo está la justificación del restaurante: un horno de leña con una chimenea tan alta que no permite observar sus humeantes bocanadas. Al lado del horno hay un temporizador metálico que timbra cada diez minutos, indicándole al chef que la pizza ya está lista. Cuando se fundó el restaurante, en agosto de 2021, se vendían 30 pizzas diarias. Hoy, la cifra supera las 200.


Acto seguido, el cocinero introduce con delicadeza una pala en el horno para sacar la pizza. Luego la acuesta en un plato de barro, rindiéndole honor al nombre del restaurante. No sólo la vajilla es de ese material; también las materas y el recubrimiento de los muros interiores.


La rigidez de las sillas contrasta con la calidez de los meseros. Todos ellos tan sencillos como sus ropas; visten camiseta, bluyín y tenis. El restaurante está repleto. Se escuchan muchas voces y ninguna a la vez. Las palabras de los comensales se entremezclan y superponen unas a otras, convirtiéndose en un coro de máscaras acústicas, como diría Elías Canetti. Los altoparlantes de las esquinas vibran al ritmo del jazz.


Bon appétit


Primero llega el café, servido en una prensa francesa. Luego llegan las sodas burbujeantes de naranja-limón en copas cristalinas con sus bocas recubiertas de sal.


En nuestra mesa somos seis personas. Pedimos cinco pizzas. Primero, una margarita. Luego, otra de queso burrata y tomates cherry. Después ordenamos tres de cuatro carnes: hechas con base de tomate san marzano, mozzarella de búfala, jamón serrano, salami, pepperoni y jamón de cerdo. La masa de las pizzas artesanales es suave y gruesa, perfecta para entretener a nuestros molares. Es preparada con harina fuerte y fermentada durante 48 horas.


Después del orgasmo gastronómico, alimentamos el alma conversando. Construimos con palabras puentes tan firmes como el acero. Pagamos la cuenta, no hemos salido y ya nos estamos preguntando cuándo regresaremos.



Barro abrió sus puertas en agosto de 2021.

Antes se vendían 30 pizzas diarias. Hoy, la cifra supera las 200.

Pizza margarita. Fotografía recuperada del perfil de Instagram: @barro.pizzeria

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