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Visita de un 'paraco' a la peluquería (Cuento corto)



Un hombre robusto se acercó a mi puerta.


–Buenas. Hace un calor infernal, motíleme.


El grave y áspero tono de su voz me puso los pelos de punta. Su acento no era de por acá. Tenía ese sonido arrastrado, muy característico de los paisas. Colgó su sombrero, seguido de su cinturón de balas y el fusil AK-47.


Se sentó. Después de colocarle la capa, mis ojos se enfocaron en su pelo y en su barba crecida que, según mis cálculos, tenía por los menos unos cinco días. Cinco días de cacería contra los nuestros.


–¿Qué hay de nuevo?, le pregunté.


–Esos guerrilleros hijueputas me la están poniendo difícil. Pero ahí nos bajamos a varios, manifestó con satisfacción.


¿A cuántos de los nuestros había asesinado? A este señor le sobraba imaginación. Torturas, masacres, decapitaciones con motosierras, partidos de fútbol con cabezas y exhibiciones de los cadáveres irreconocibles en la plaza…


–Pa’ que vean qué es lo que les pasa a quienes estén del lado de la guerrilla', decía con tono autoritario.


Tomó un suspiro y con una mirada penetrante, afirmó:


–No descansaré hasta purgar a Colombia del virus del socialismo.


Se llamaba Carlos. Era la primera vez que me temblaban las manos en mis treinta años de experiencia como peluquero. Por un instante creí que tenía Párkinson. Mi cuerpo estaba bañado en sudor, y no precisamente por el calor sino por el miedo. ‘Este era un cliente de los finos’, pensé, mientras le cortaba el cabello.


A Carlos le fascinaba hablar, más cuando le daban la oportunidad de exteriorizar el odio visceral que tenía contra nosotros, y ,sobre todo, contra los de las FARC. Ellos habían asesinado a su papá, un productor de leche, algunos años antes.


La sed de venganza lo llevó a fundar, junto con dos de sus hermanos, un colectivo armado llamado Los Tangueros, que luego se conocería como las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá.


Gracias a la alta rentabilidad del narcotráfico, en poco tiempo su organización criminal consiguió tanto poder que se convirtió en las Autodefensas Unidas de Colombia, quienes hoy dominan este pueblo. Un lugar donde el Estado brilla por su ausencia.


–Aquí se hace lo que decimos nosotros. El que no esté de acuerdo, o se abre o chupa gladiolo. Una de dos. Sentenció Carlos.


Francamente, era más probable lo último que lo primero. La naturalidad con la que este tipo se refería a la violencia me convenció de que era más malo que Nerón.


Carlos era toda una leyenda y el que no lo reconocía, era un idiota. Casi todos los ganaderos lo apoyaban a él y a sus hombres (o por lo menos aparentaban hacerlo). Hasta el alcalde del pueblo lo ponían ellos.


Mientras mis tijeras se zambullían en la espesa cabellera de Carlos, me estremecí al considerar la posibilidad de que alguno de los nuestros lo hubiese visto entrar, pues ya circulaba un secreto a voces de que yo era informante de la guerrilla. Yo no pertenecía a las FARC sino al ELN. De igual forma, me convertiría en objetivo militar si los paracos me descubrían.


El corte pareció quitarle varios años de encima a Carlos. Su castaña cabellera estaba reluciente. Su aspecto físico transformado, pero su alma igual de oscura y dantesca.


Pensé que ya todo se había terminado. No veía la hora de que Carlos se fuera de aquí, cuando me dijo...


–Camilo, se nota que usted es muy prolijo. Acicáleme.


Ahora sí que debía guardar mesura, puliendo con la cuchilla hasta el más mínimo detalle cada poro de la piel de su rostro curtido por el sol. Primero la patilla derecha, luego la izquierda. Ambas con el mismo esmero.


¡Maldita la hora en la que llegó Carlos aquí!, porque soy un revolucionario pero no un matón. Si hay algo que me caracteriza es la pulcritud. Por algo me consideran el mejor peluquero de este pueblo. Mi delantal se ensucia de pelos, no de sangre.


A este tipo me resultaba muy fácil matarlo, pensé. Podía en un segundo coger la cuchilla y ¡zas!, cortarle la yugular sin que alcanzara a mediar palabra. Pero ¿valía la pena matar a este paraco? No, no. Soy un barbero, no un carnicero.


¿Qué ganaba con matarlo? ¿Iba a cesar la violencia en este país tan atormentado? Lo dudo. La violencia no trae sino más violencia. Si lo asesinaba, ¿qué diablos hacer con el cadáver? ¿Dónde esconderlo? Hubiese pasado fugazmente a la historia, para unos, como un cobarde, y, para otros, como un vengador. Al poco tiempo, como usualmente ocurre en este país, nadie se acordaría.


La guerra es tan estúpida, absurda e inútil, como yo. ¿Para qué luchar por una causa que no existe, cuando además se usan medios tan ruines?


Al final Carlos se paró, me pagó con un billete viejísimo, se colocó su cinturón de balas, su sombrero y su fusil AK-47. Caminó hasta la puerta y antes de salir volteó la cabeza para decirme:


–Por ahí comentan que usted me quería matar. Vine pa’ ver si eso era cierto. Matar no es tan sencillo como parece. Se lo digo por experiencia.


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